La gente común, como usted y yo, simula ocasionalmente, y sólo lo hacemos para salvar la cara, propia o ajena. En cambio, los chantas (o chantunes, en lunfardo clásico) son simuladores profesionales. Hay dos especies de chantas: farsantes y estafadores. El farsante simula poseer una pericia de la que carece. Y lo hace sólo para ganarse la vida. Por ejemplo, un recomendado pasa el tiempo en una oficina revisando Internet e intercambiando mensajes electrónicos privados. Aunque se lo ve ocupado todo el tiempo, no produce.
Segundo ejemplo: un sujeto enseña sin tener la más pálida idea de la materia. Y, como no la tiene, está condenado a enseñar en escuelas de ínfima categoría o ninguna. Cuantas más horas enseña, tanto menos tiempo le queda para aprender lo que simula enseñar. Tercer ejemplo: como no sabe vivir como la gente, un individuo se dedica a predicar la recta vida a los demás. Es un virtuoso profesional. Pero su virtud es escasa: no le alcanza para vivir rectamente hasta fin de mes.
Si hubiera tenido la capacidad o la oportunidad de adquirir una pericia auténtica, el farsante se comportaría honestamente. Pero es tan ignorante, que quizá ni siquiera sabe que lo que hace es una farsa. He aquí un ejemplo entre muchos. Cuando terminé de pronunciar una conferencia en un instituto de Amsterdam, uno de los sociólogos presentes me formuló una pregunta que revelaba su total ignorancia de la física. Le contesté pacientemente, pero, como insistió, le dije que para entender eso se necesitaba saber algo de física.
Esto indignó al profesor hasta tal punto, que me preguntó si acaso yo había estudiado esa ciencia. Entonces tuve que decirle que no sólo la había estudiado sino que había publicado memorias originales y había sido catedrático en la materia. Mi crítico se asombró sinceramente. Hasta entonces le habían tolerado que pontificase sobre lo que ignoraba y, por añadidura, le pagaban bien (y en moneda dura) por hacerlo. Obviamente, era un farsante sin saberlo y, por lo tanto, sin esforzarse. Como se diría en inglés, era un natural.
Se necesitaría una investigación empírica para averiguar cuál es el porcentaje de farsantes que se saben tales, y cuál la frecuencia de los que, consciente o inconscientemente, causan daños considerables, por ejemplo a la salud física o mental. Mi hipótesis es que hay muchísimos de éstos: "xlistas", "yópatas", "zapeutas", etcétera. Para abrir un consultorio de xlista, yópata o zapeuta, basta colocar una chapa de bronce. Esto basta también para abrir una universidad.
Fábricas de diplomas
No sólo en América Latina, sino también en los Estados Unidos, hay muchos negocios que se autodenominan "universidad", cuando de hecho no son sino fábricas de diplomas que sólo sirven para adornar paredes. Algunas de estas fábricas expiden diplomas sin exigir seguir cursos ni rendir exámenes: basta pagar una buena suma. Pero la mayoría de ellas obra de buena fe, y sus profesores se desloman enseñando lo que deberían aprender.
Ahora les toca el turno a los estafadores, los que viven del trabajo ajeno combinado con la buena fe y la ingenuidad. Sé bien qué estoy diciendo porque he sido víctima de media docena de estafas, todas ellas en Buenos Aires, donde viví la mitad de mi vida adulta. Mi experiencia en la materia es tan rica, que estoy pensando anotarme en una de esas universidades de juguete para obtener el título de licenciado en psicología del estafador.
Fortunas rápidas
El estafador que quiere hacer carrera necesita tener dos aptitudes naturales: tiene que ser tan imaginativo como simpático. Que hace falta la primera virtud es obvio: ya no pueden ponerse en venta buzones, tranvías ni fuentes. Estamos en la edad electrónica, en la que todo marcha velozmente y en forma misteriosa.
El estafador tiene que imaginar cada semana un nuevo tipo de negocio. Debe inventar trucos asombrosos que prometan fortunas rápidas sin inversión de trabajo. "Lo único que usted tiene que poner es el capital. Yo me encargo de la organización, y mi gente, del trabajo." Desde ya, no hay tal gente: en estos negocios nadie trabaja. (En esto se parecen a la teoría microeconómica.) En cuanto a la simpatía, tiene que ser tal que el candidato debe quedar encantado a primera vista (sobre todo teniendo en cuenta que no volverá a verlo después de un par de encuentros).
El estafador debe tener la sonrisa fácil y parecer tranquilo y seguro de sí mismo. Además, debe estar bien vestido y conducir un auto de buena marca, que usted no podría comprar. Y debe ofrecerle a usted hacerle pequeños favores que, en efecto, cumple con eficacia, premura y elegancia. "No es nada. No se preocupe. Ahora somos socios. Hoy por ti, mañana por mí."
(Consejo al estafador: no se le vaya la mano. La vestimenta y el auto deben ser de buena calidad, pero no llamativos. Hay que dar impresión de prudencia tanto como de solvencia. Por el mismo motivo, no exagere los servicios que le presta a su presunta víctima. No vaya a resultar usted la víctima. El mundo está lleno de sinvergüenzas. Es una vergüenza.) Pero la simpatía y el ingenio no bastan: el estafador también debe tener buenas conexiones. O sea, debe ser leal para con algunos personajes. De lo contrario, nadie lo defenderá cuando lo pesquen in fraganti. Esto lo aprendí en la cárcel peronista.
Una tarde ingresó en aquel sótano un tipo elegantemente vestido de traje blanco y tocado con sombrero panamá. Cuando le preguntamos qué lo había llevado allí, respondió con altanería: "Yo soy estafador, no un pobre diablo como ustedes. Tengo amigos importantes. Ya verán que me sueltan antes de media hora". Efectivamente, al rato un carcelero abrió la puerta, llamó respetuosamente al estafador y lo acompañó afuera.
Esta nota merece ser desarrollada ampliamente en un manual del chanta, que puedan consultar provechosamente tanto ellos como nosotros. (Obsérvese que no digo quiénes somos nosotros. La ambigüedad es uno de los atributos del chanta.)
Mario Bunge
(*) "Persona que gusta aparentar conocimientos, relaciones o ideas" (Academia Argentina de Letras, Registro del habla de los argentinos , Buenos Aires, 1997)
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