La política debiera ser el arte de configurar la vida social del modo más adecuado posible a la vida humana. Actualmente, sin embargo, se está convirtiendo a menudo en el arte de engañar y seducir, mejorar la imagen propia y desfigurar la ajena, guardar las apariencias para ganarse las voluntades. No se ponen las cartas boca arriba; se las vuelca y se las marca para vencer a la gente de buena fe. Pero conviene proclamar que las muchas trampas destruyen el juego. El tramposo vive a costa del que respeta las normas.
Para engañar sin ser advertido, el político demagogo tiende a reducir el voltaje moral de las gentes para amenguar su capacidad de exigir una mayor calidad en el planteamiento de los problemas y la búsqueda de soluciones. El afán de tales políticos no se dirige a perfeccionar la vida de las personas, sino a conseguir que éstas adopten como ideal de su vida lograr el bienestar mediante la posesión y el consumo de bienes. Si lo hacen, juzgarán al poder político sólo desde el punto de vista de la eficacia en orden a garantizar la holgura económica.
Esta tendencia de ciertos grupos políticos explica que actualmente no se ataque un determinado tipo de moral y se defienda otro; se procura dejar de lado la dimensión de la moralidad y el sentido de la vida. Se muestra de una forma y otra -a través, por ejemplo, de la conducta de los héroes cinematográficos y de personajes famosos- que es posible llevar una vida normal, plenamente racional, incluso espectacular, sin la menor preocupación por conferir un sentido pleno, éticamente valioso, a las propias acciones.
6. La manipulación de los dirigentes
En la vida política, en la familiar, la académica, la religiosa... pueden darse abusos de poder. Si el que tiene el mando toma a los "súbditos" como medios para unos fines particulares, ajenos al bien común, se extralimita; manipula.
Un político que dedica fondos públicos a ciertos fines con el mero propósito de obtener votos para su grupo manipula a los contribuyentes, no administra sus bienes con el debido respeto.
Un profesor que convierte la clase en un lugar de reclutamiento astuto de futuros adeptos a su ideología política realiza una labor manipuladora. No así el que presenta unos valores y da razón de su importancia para el hombre. Este profesor es un guía, un maestro, porque se dirige a la inteligencia y la libertad de los alumnos.
El superior religioso a cuyo juicio ser obediente se reduce a considerarse como arcilla en manos del alfarero y trata a sus súbditos como meras piezas de relleno para cubrir puestos vacantes gobierna de modo manipulador.
La forma sana y justa de ejercer la autoridad es la que promociona al tiempo que manda. Recordemos que la palabra autoridad procede del término latino auctoritas, y éste de augere, promocionar, de donde se deriva auctor. Autor es el que promueve y realiza algo: un libro, un proyecto, una actividad... Ser capaz de ello significa un poder, una virtus, una virtud.
Ordenar significa dar órdenes, pero también orientar la conducta de forma virtuosa, facilitar pautas eficaces para lograr una actividad llena de sentido. Una acción tiene sentido pleno cuando encierra el valor que le compete. Mandar con autoridad implica saber descubrir los valores a los súbditos. Pero un valor sólo puede ser descubierto a quien lo asume activamente, de forma lúcida y razonada. He aquí la razón profunda por la cual el mando auténtico, el promocionante, va necesariamente unido con un diálogo que sea fuente de clarificación. Un mandato emitido a distancia es entendido fácilmente como una coacción. Parece destinado, más bien, a promocionar al que manda que al mandado. Si la orden es emitida a la luz que ha brotado en un diálogo clarificador, va orlada con un carácter promocionador a todas luces.
El jefe, superior o gobernante que busca, en diálogo con los súbditos, el bien común no renuncia a su deber de ordenar con autoridad, pues a él compete dirigir la sociedad, y toda dirección exige que alguien tenga la última palabra. Renuncia a la posibilidad de manipular, de convertir a los súbditos en meros medios para unos fines.
Lo contrario de la manipulación del poder es el diálogo. Avenirse a dialogar no significa en el superior un acto de benevolencia obsequiosa con el súbdito, sino el reconocimiento sensato de que la autoridad debe ejercerse a la luz de la verdad, y a la verdad no se llega a solas sino en comunidad. Una orden emitida después de un diálogo auténtico y en virtud de la luz ganada en el mismo no es nunca manipuladora, sino promocionadora.
Por eso el diálogo entre quienes desempeñan papeles de dirección y de subordinación es indispensable para coordinar la solución de los problemas y la salvaguardia de la dignidad personal. Esto es obvio cuando se trata de personas adultas, que no deben verse nunca reducidas a meros "súbditos" o seres "inferiores", opuestos drásticamente a quienes ejercen de "superiores".
Los niños pequeños son incapaces de dialogar acerca de lo que deben hacer o evitar. Conviene, por ello, que el educador se adelante a darles normas, por vía de orientación y encauzamiento. Pero no ha de hacerlo de forma brusca y altanera que dé al niño la impresión de que tales normas emanan sencillamente de la voluntad arbitraria de los mayores. Debe aprender el arte de dialogar en forma asequible a los destinatarios de su labor formativa.
El manipulador finge siempre que dialoga para ganarse las voluntades, pero dirige el diálogo de tal forma que lo desvirtúa. Hacer una encuesta significa una forma de diálogo. Da la impresión de que el pueblo es consultado porque se tiene en cuenta su opinión. El que da órdenes, promulga leyes y orienta la vida social en virtud del conocimiento de la opinión pública que le facilitan los sondeos parece ejercer la autoridad de modo dialógico. Pero, si tal gobernante se cuidó de inocular en el pueblo ciertas ideas y actitudes antes de hacer la encuesta, ha recogido del pueblo las opiniones que él mismo había suscitado de antemano. En tal caso no hubo diálogo, ni voluntad promocionadora del pueblo, sino afán de dominio absoluto. Este dominio puede proseguirlo mediante la promulgación de leyes que contribuyen a alejar al pueblo de los grandes valores y amenguar sus defensas espirituales. Es bien sabido que las leyes no son importantes sólo por lo que mandan o permiten, sino también por el espíritu que irradian.
Alfonso López Quintás
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