Todo el que ofrece un producto al mercado -un coche, un viaje turístico, un espectáculo, un libro...- desea promocionar su venta. Esta promoción puede realizarla poniendo de manifiesto las excelencias del producto ofrecido. En tal caso, no es un manipulador sino un guía. Manipula, en cambio, si moviliza trucos efectistas para seducir a las gentes con sus productos.
Podemos distinguir tres tipos de mercaderes manipuladores:
A. Los mercaderes de poder. Manipulan a las personas en busca de mando. Les ofrecen promesas a cambio de votos. Las reducen a votantes. Para descubrir la manipulación política, basta repasar los programas y los mítines electorales, y confrontar las promesas hechas en ellos con las realizaciones llevadas a cabo por el partido vencedor.
B. Los mercaderes de dinero. Para incrementar sus ingresos económicos, encandilan con sus productos a los ciudadanos y los reducen a clientes. Los estrategas de la propaganda comercial no intentan mejorar la mercancía que ofrecen sino la opinión de la gente sobre ella. El afán de aumentar la clientela lleva a ciertos periódicos y revistas considerados como serios a invadir el campo de las llamadas "revistas del corazón" e introducir en sus páginas profusos relatos de escándalos sociales y fotos sicalípticas. Todo ello con el pretexto de que el pueblo soberano tiene derecho a estar debidamente informado de todo y en todo momento.
C. Los mercaderes de prestigio. Ponen la vida a la tarea de reclutar admiradores. Reducen los seres humanos a espectadores y lectores. El afán de prestigio y el escaso amor a la verdad llevan a no pocos intelectuales a dejarse llevar cómodamente por el oleaje de las corrientes ideológicas que parecen imponerse en cada momento.
El ansia de alcanzar renombre y popularidad resta libertad interior a multitud de profesionales de la educación, la comunicación y la política para delatar los peligros de ciertas tendencias autodenominadas "progresistas" y para investigar y defender la verdad con absoluta independencia de espíritu.
Es interesante, a este respecto, observar a qué autores se citan en ciertas obras y a qué otros se silencia incluso cuando es obligado remitir a algún trabajo suyo. Ejemplo poco edificante de dependencia de los propios intereses fue un conocido escritor que, en la segunda edición de una obra, omitió las frases en las que dedicaba el trabajo a un notable pensador, por haber caído éste en desgracia de los grupos dominantes.
La manipulación realizada por los mercaderes encierra graves riesgos para el pueblo porque induce a adquirir bienes deleznables, realizar actividades fútiles, conferir el mando a personas más sobresalientes por su ambición y astucia que por su competencia. Pero mayor peligrosidad encierra todavía la manipulación realizada por quienes desean cambiar nuestra mentalidad para favorecer sus intereses.
D. Los mercaderes de ideas y actitudes. El manipulador comercial agudiza su habilidad para trasvasar su propio sistema de valores al ánimo de las gentes y orientar su comportamiento.
Si para mí encierra mucho valor la música de Mozart, una nueva versión de una obra suya se me presenta como algo valioso. Mi afición a la música me abre todo un campo de bienes y, por tanto, de productos apetecibles. Cuanto pueda satisfacer mi deseo de buena música constituye para mí un valor, y puedo llegar a desearlo y hacer un sacrificio para adquirirlo.
Pero supongamos que llevo una vida recoleta, entregada de lleno al estudio. Es muy posible que un coche -por lujoso que sea-no me reporte ventajas, sino más bien inconvenientes, porque me ocupa tiempo, me causa preocupaciones, me distrae de mi tarea fundamental. Los anuncios de automóviles, por sugestivos que sean, me dejan indiferente. No les presto atención, ya que están fuera de mi radio de actividad. Un experto propagandista verá enseguida que, para venderme discos o partituras, no necesita cambiar mis gustos, mis coordenadas mentales y sentimentales, es decir, mi escala de valores. Basta que me sugiera que se trata de un producto excelente para que yo entre en deseos de conocerlo y gustarlo. En cambio, si quiere venderme un coche, no tendrá más remedio que alterar mi modo actual de enfocar la vida. Podrá excitar, por ejemplo, mi afán de ser valorado en la sociedad, y me dirá que acudir a clase en autobús no da categoría a un profesor y que, si "trajes hacen gente" -como dicen los suizos-, "coches crean imagen".
El cambio de mentalidad y de hábitos es difícil provocarlo en cada persona individualmente. Hoy se realiza de forma conjunta mediante la creación de un clima social consumista, más preocupado del parecer que del ser. Este ambiente frívolo ha ido configurando la opinión de que fumar ayuda a establecer relaciones, beber es el acompañante obligado de toda conversación cordial, la potencia del coche mide el rango social de una persona, no tener una segunda casa es signo de haberse estancado en la vida... Poco importa que psicólogos lúcidos, como Abraham Maslow, subrayen que el hombre debe intentar llegar a ser lo que puede ser, no lo que supera sus posibilidades. La propaganda sigue bombardeando nuestros centros de decisión con esloganes incitantes: "No te prives de nada"; "Marca la pauta, no deje s que te la marquen"; "Sé un señor: he aquí tu coche". Y se nos invita a ser libres vistiendo determinada ropa, ser triunfadores bebiendo tales licores, acumular éxitos amorosos perfumándonos con las esencias más costosas...
Este martilleo propagandístico, unido a la preocupación actual por la imagen, altera paulatinamente nuestro sistema de valoraciones. Tal vez, personalmente, unos esposos estén lejos de sentir necesidad alguna de cambiar el piso en que habitan por un chalet lujoso, pero, como padre y madre de familia, lo juzgan adecuado al rango de ésta y lo consideran indispensable. Se hace el traslado, y a las letras pendientes se unen los gastos originados por el nuevo entorno. Ya tenemos a los esposos sacrificando su existencia al único fin de mantener un alto nivel de vida. No han sido engañados, pero sí manipulados por una astuta propaganda que vinculó confusamente en su imaginación el bello chalet y la felicidad. Esta vivienda es deliciosa, sin duda, pero no les concede la mínima cuota de reposo espiritual que es necesaria para ser felices.
La propaganda excita nuestra voluntad de poseer para disfrutar. Al ser dueños de lo que nos fascina, debiéramos sentirnos satisfechos y autorrealizados. Pero no es así. Nos corroe la comezón de aumentar nuestras posesiones, y nos falta tiempo y sosiego para pensar que la felicidad no se alcanza entregándose al goce de dominar, que es "vértigo", sino al gozo de colaborar, que es "éxtasis". Esta decepción provoca ansiedad al principio y apatía después. Tal situación de abatimiento interior no le preocupa al manipulador comercial, ya que él se ocupa de clientes y no de personas.
Alfonso López Quintás
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