Si atendemos a quienes emiten esa catarata de informaciones, encontramos tres clases de motivaciones: los que desarrollan informaciones que les hagan ganar más dinero (publicidad); los que ganan dinero con la información misma (medios); y los que ganan o conservan poder (política). Hay, evidentemente, informaciones sin tan materialista interés, pero son las menos. En otras palabras: no se nos informa más para hacernos más libres, según reza la teoría generalmente aceptada pero difícil de demostrar. Se nos informa más para conducirnos mejor en una o en otra dirección. Y, quienes lo hacen, obtienen beneficios por regla general.
Cuando abrimos un periódico, cuando conectamos un televisor o escuchamos un diario hablado radiofónico, accedemos a una especie de instantánea de nuestro mundo y nos vemos rodeados por la información más actual. O eso tendemos a creer. Sabemos, simultáneamente, lo que está sucediendo en Filipinas, en Corea, en Nueva York o en Santiago de Chile, aunque ello nos obliga a enterarnos menos de lo que hace nuestro vecino. Oímos, en ocasiones, las voces de los protagonistas de la actualidad y hasta velamos sus cadáveres en la pantalla. Conocemos muy especialmente las desgracias que caen, con regularidad y mala entraña, sobre la humanidad rica y sobre la humanidad pobre.
Casi es posible afirmar que disponemos de un exceso de información. Un hombre que lea un periódico al día, vea un telediario al día y oiga un diario hablado al día, recibe algo más de trescientas noticias interesantes, entre sucesos, catástrofes y declaraciones de personalidades. Con semejantes fuentes, no es raro que el hombre de hoy tienda a creerse conocedor de la sociedad en la que vive. Mucho más que lo fueron los hombres de las generaciones anteriores, de los siglos anteriores, cuando el mundo era todavía grande y distintas las formas de vivir y de pensar.
La información masiva es un hecho, tanto si se considera el número de personas que se informa diariamente sobre el mundo que les rodea como si se atiende a la cantidad de información que, consciente e inconsciente, recibimos al cabo del día. En ambos casos, este es el mundo de la información y, quizá, ella se ha convertido en uno de sus vínculos fundamentales. Esta información, masiva en cuanto a su cantidad, hace referencia a aspectos muy concretos de nuestra sociedad. Así, rara vez se nos comunica algo sobre química, matemática o filosofía. El bajo nivel de la información que recibimos es, en primer lugar, consecuencia de su misma masificación, que obliga, no sólo a buscar lugares comunes, sino a sacrificar su profundidad a la cantidad.
Pero hay más: siendo tan amplia la sociedad y dando lugar a tantos comportamientos, los temas sobre los que se informa son, sorprendentemente, reducidísimos: información comercial o publicidad, información política, deportiva, de sucesos y, a mucha más distancia la supuestamente cultural y artística. De todas ellas, la comercial es, con mucho, la más numerosa e intensa, además de repetitiva. En España, y salvo en programas especializados, el segundo tema informativo es el político y, luego, el deportivo. Así pues, la información que recibimos acerca de nuestra propia sociedad está muy restringida en cuanto a temática, lo que, evidentemente, da una imagen parcial e incompleta del mundo en el que creemos vivir.
Por último nos queda la dimensión histórica: el noventa por cien de las informaciones que recibimos hacen referencia al más rabioso presente. Parece que sólo existe el hoy y rara vez se habla de la noticia de ayer. Nunca de la de hace un mes. Como diariamente el hombre normal recibe tantísima información del presente, lo natural es que olvide o deje en un limbo de memoria las noticias pasadas, con lo que se hace verdad que, a mayor información, mayor olvido.
El lector, llegado aquí, puede intentar recordar la fecha del último atentado terrorista como ejercicio de memoria. ¿Dónde sucedió? ¿Quién o quienes fueron las víctimas? A buen seguro que muy pocos conseguirán recordarlo con la debida precisión. Y si se preguntan por el penúltimo, lo más normal será que no consigan ningún recuerdo fiable.
Nuestro mundo, tan pequeño informativamente hablando, tan conectado, no sólo informa sobre aspectos muy reducidos de sí mismo, sino que somete al hombre a una permanente necesidad de olvidar. De siempre se ha sabido que el mensaje periodístico es poco duradero, y más si se recibe por medios audiovisuales. Ahora es preciso añadir que no es duradero porque es masivo y, rizando el rizo, que cuanta más información tiene una sociedad, menos memoria guarda, dispone de menos perspectiva histórica y, para colmo de desdichas, menos capaz es de conocerse a sí misma tal como es en realidad.
En el mundo de hoy, recordar se está convirtiendo en una difícil actividad. Para el hombre que vive en una gran ciudad, sujeto a la rutina, puede ser problemático recordar sus propias actividades de hace una semana. Recordar al cabo de diez días un artículo, puede ser una proeza. Recordar las declaraciones de un prohombre cualquiera en televisión, un mes después de evacuadas, es casi imposible. La capacidad de la memoria del hombre, aunque no lo percibamos así, es limitada. Para adquirir nuevos datos, a partir de una cierta cantidad de información, se hace preciso olvidar otros. Así, llega un momento en que no está claro lo que recordamos o si alguna vez supimos lo que ahora no sabemos. Confusión.
Una confusión casi universal que afecta más a los que más información reciben y que, encima, obliga a desviar la atención de lo trascendente a lo intranscendente: a un hombre sobreexcitado informativamente le llegan, por igual, noticias importantes e insulsas. Se le dice que tal marca de perfumes le hará más viril y, a continuación, que tal empresa ha caído en manos extranjeras. Algo después, que le conviene ver las imágenes en un televisor de una marca en particular y que el Papa ha canonizado a un mártir. Cuando esto se ha repetido medio centenar de veces en un día, discriminar entre unas y otras informaciones es casi imposible. "Mi nombre es Legión", dice el Evangelio.
Al día siguiente se repite el ciclo, de manera que es forzoso olvidar mucho de lo escuchado o leído antes. Al tercer día, la memoria temporal sólo contiene trazas de las informaciones que fueron actuales una vez. Además, el tiempo que el hombre pasa absorbiendo información -y son varias horas al día- es tiempo y esfuerzo que se detrae de la meditación, es decir, del tiempo que es preciso dedicar a formar juicios,a razonar sobre los datos recibidos. Exagerando, podríamos decir que el hombre que ocupara verdaderamente todo su tiempo en recibir información, se convertiría en un ser sin razón, en un ser que dispondría de miles de premisas pero ni de una sola conclusión.
Sin necesidad de llevar las cosas hasta estos extremos, lo cierto es que el olvido es uno de los mecanismos más usados por el hombre contemporáneo, que necesita hacer sitio a las nuevas informaciones. Sin embargo, cuando la sobreexcitación informativa rebasa ciertos umbrales máximos, el hombre recurre a la selección automática. No atiende, por ejemplo, a la publicidad, aunque siempre recuerda mejor lo que más le repiten. No escucha al locutor que no le parece simpático. Salta la letra pequeña y lee sólo los titulares y el artículo de su firma preferida. Niega, en suma, la atención a parte de los estímulos que recibe. Pero, aún discriminando de ese modo, el ciudadano encuentra al cabo del día mil mensajes que consiguen atraer su atención involuntaria. Hay cientos de manuales que explican a los espabilados cómo se capta esa atención involuntaria: movimiento, color, sorpresa, etc...
De la mañana a la noche, en casa, en el trabajo, en la calle, en el coche, en los medios de comunicación, recibimos constantemente una enorme cantidad de mensajes. Rechazamos algunos, atendemos a otros y, por supuesto, creemos eliminar otros cuando, en realidad, nos penetran inconscientemente y, sin percatarnos, actúan sobre nuestro ánimo. Tal parece que se esté describiendo aquí una especie de tiranía: el hombre asaltado, estimulado contra su voluntad, conducido y, por último, forzado a olvidar.
Quizá sí es una tiranía además de un peligroso camino. Es, evidentemente, una arrolladora invasión de la intimidad, una negación de la soledad y, por supuesto, del recogimiento que en otros tiempos permitió a muchos vivir mejor consigo. Si atendemos a quienes emiten esa catarata de informaciones, encontramos solamente tres clases de motivaciones: los que desarrollan informaciones que les hagan ganar más dinero (publicidad); los que ganan dinero con la información misma (medios); y los que ganan o conservan poder (política). Hay,evidentemente, informaciones sin tan materialista interés, pero son las menos.
En otras palabras: no se nos informa más para hacernos más libres, según reza la teoría generalmente aceptada pero difícil de demostrar. Se nos informa más para conducirnos mejor en una o en otra dirección. Y, quienes lo hacen, obtienen beneficios por regla general. Del mismo modo, para poder llegar a emitir informaciones hace falta dinero. La comunicación es un bien que se compra y se vende y que, por lo tanto, no está al alcance de todos. Cuanta más se emite, más caro resulta comunicar algo de manera que llegue a los lectores u oyentes. Esta competencia entre mensajes por conseguir un poco de la atención del público, al encarecer los precios, hace que sólo los muy poderosos acaben pudiendo informar: Sólo las grandes compañías hacen publicidad en televisión. Sólo los grandes partidos. Sólo los grandes equipos... Un mundo informativo para los fuertes.
¿Recuerda que antes nos preguntábamos si estábamos describiendo una tiranía? Definitivamente, sí. Pero hay que advertir de algo: la información no es el cuarto poder. Es el dinero. Hay un olvido pasivo, lento, que condena a los recuerdos poco usados y, por lo tanto, innecesarios. Es el que todos conocemos, un mecanismo natural. El otro olvido al que nos hemos referido es más mecánico y está en aumento. Proviene de una auténtica falta de espacio. No es cierto que el saber no ocupe lugar. Para poder saber es preciso, a partir de ciertos niveles y de cierta edad, olvidar, hacer sitio para los nuevos conocimientos. Por eso, si se establece el hábito de dar al hombre una información sobreabundante y extremadamente temporal, información que se vuelve inútil de un día para otro, ese hombre, quiéralo o no, debe olvidar al menos en igual medida que memoriza el presente.
El mecanismo es lógico, pero peligroso. Con lo banal se olvida parte de lo importante. Con el aspecto de una prenda o con los resultados de un partido se nos puede ir un dato fundamental, un hecho que debiera ser clarificador, un conocimiento profesional...Cualquier cosa. ¿Se ha preguntado alguien por la relación existente entre el fracaso escolar y la sobrexcitación que soportan los niños y estudiantes? La población no es ahora más necia que la de hace veinte o treinta años ni más complejos los estudios elementales. Tampoco puede achacarse el fracaso al tiempo invertido en el estudio. Tal vez esté actuando el olvido obligatorio, ese olvido estructural que reclama espacio libre para almacenar publicidad, televisión y los mil reclamos de nuestra sociedad comercial y politizada.
También debieran investigarse, en este sentido, las conductas ineptas de tantos y tantos profesionales: no es sólo la pereza, no es sólo la informalidad. Nuestro mundo actual está cada vez más lleno de personas que, de buena fe, hacen mal su trabajo, que olvidan lo que debieran recordar, que tienen dificultad para fijar la atención en su quehacer durante un largo espacio de tiempo. Pero esto no es lo peor. Como se anticipaba más arriba, la sobreabundancia de la información masiva, que es en sí fragmentaria, poco duradera en la memoria y no muy amplia, hace difícil su asimilación. A mayor tiempo dedicado a recibir informaciones que no se desean expresamente, menos tiempo para la reflexión.
La información, cualquier información, es solamente útil en la medida que somos capaces de relacionarla con otro conocimiento y extraer de ella una consecuencia. Y es muy difícil sacar consecuencias de informaciones dispares que hemos olvidado veinticuatro horas más tarde. Es muy difícil relacionar la alegría navideña que produce devorar turrón según los espotes, con el discurso, navideño también, de un Jefe de Estado. Si a esto se le añade que es perfectamente normal oír tres veces la misma información pero referida con distinta óptica, con distinta interpretación según el interés del medio que la emite o del dinero que la paga, es sencillo comprender que el proceso de relacionar esas informaciones, para extraer consecuencias de ellas, se vuelve fatigoso.
Por eso mucha gente, so pretexto de huir de la confusión, o confesando no entender del tema, renuncia a formarse opiniones propias, a tomar partido, a discurrir en suma, y cae en lo que solemos llamar entretenimientos. No en vano se ha dicho que el aburrimiento es un mal de nuestra sociedades desarrolladas. Pero el aburrimiento no proviene, como se dice, del hombre vacío que busca el espectáculo el matar el tiempo y que, por lo tanto, no sabe qué hacer cuando nada capta su atención en el exterior.
El aburrimiento es más propio de las personas sobreexcitadas informativamente, que tienen ya dificultades para fijar su atención en algo concreto durante un tiempo algo prolongado. Evidentemente hay en él,además,otros componentes de la psicología de cada persona, pero no hay que desdeñar el factor del exceso de información. En cualquier caso, basta con atender al auge de la industria del ocio para comprender que el problema es grave, que millones y millones de hombres renuncian sistemáticamente a estar a solas consigo mismos, a usar su imaginación o su inteligencia fuera de las jornadas laborales, a formarse seria opinión sobre el mundo.
Sin embargo, no todo se olvida o, mejor dicho, nada se olvida del todo. Los publicitarios y muchas mujeres casadas saben que el éxito de su mensaje dependerá de las veces que consiga repetirlo. No siempre lo repetido es cierto, como decía Goebbels, pero sí siempre lo repetido se recuerda más. Y lo que se recuerda con facilidad, automáticamente, tiende a considerarse opinión propia, criterio propio, cuando es, en realidad, un simple mensaje implantado en la memoria con fines no precisamente filantrópicos.
Tales mensajes repetitivos no suelen incluir razonamiento alguno. Contienen, por regla general, una afirmación antes que una negación y, cuando caen sobre un hombre que tiene ya dificultades para formar sus propias opiniones, las sustituyen insensiblemente. Incluso los que se consideran inmunes a tales tipos de manipulación no están a salvo de ella. Piense el lector en un refresco carbónico.¿Verdad que recuerda cierta marca americana? Tal vez no recuerde tan rápidamente la fecha de su boda. Seguro que no conserva memoria exacta del día que empezó su servicio militar. Pero el refresco, sí.
Pues las cosas que se olvidan son peligrosas, pero las que se recuerdan sin querer lo son más. Es así, por contagio, por repetición, como una gran cantidad de hombres tienen una visión tópica de la sociedad en que viven. Diariamente cientos de medios repiten las ideas, las cáscaras de ideas, sobre las que se asienta la justificación de nuestra sociedad.Y tales ideas tienden a aceptarse o a rechazarse de modo instintivo y visceral, sin que en ello intervenga ningún anterior o posterior análisis. ¿Es éste un panorama desolador? Un mundo de gente que se concentra mal en sus asuntos, que acepta o rechaza en función de sentimientos más que de razones, que mezcla en su concepción del mundo frases publicitarias y que, además, tiene cada vez menos memoria histórica.
Tras una masiva campaña electoral, por ejemplo, tal clase de gente emite su voto. Y todos somos un poco así. Después de un mes de propaganda masiva, es difícil para todos recordar cualquier dicho o hecho anterior a la orgía publicitaria ni, mucho más, analizar con claridad las propuestas de los candidatos, si es que éstos se han molestado en emitir alguna en vez de hacer, simplemente, imagen,simpatía; conectar con los sentimientos y no con la razón. Pero éstos no son más que ejemplos. Lo grave de todos ellos está en la dificultad para distinguir entre si lo que se recuerda es real o no. Lo grave está en la sospecha de que no exista la sociedad en la que creemos vivir, en que sea una imagen prefabricada y difundida por quienes negocian con la información (por dinero o por poder), superpuesta sobre la sociedad real para darle una apariencia más ética, más humana. Para disimular el hecho de estar la mayoría sometida a la dictadura de una minoría: aquélla que, por un motivo u otro, difunde la información.
A. Robsy.
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