La gratitud consiste en dos hábitos, el intelectual de estimar y valorar el beneficio recibido, y el moral de expresar ese reconocimiento y tratar de compensarlo. No es sólo apreciar como un bien lo que se nos ha otorgado, sino, además, abrigar el propósito de corresponder con alguna acción. La gratitud no es una especie de justicia, porque esta virtud se reduce a dar y a exigir lo que es debido. Cuando un juez nos concede lo que es nuestro, cumple con su obligación, y cuando damos a alguien lo que es suyo, cumplimos con la nuestra. Estos procesos no exigen gratitud aunque pueden suscitarla, pero no por razón de equidad.
El agradecido estima que el beneficio es algo más que justicia, ya a causa de las circunstancias accidentales en que se ha recibido, ya porque no lo considera ni ética ni jurídicamente debido. La admisión de ese «plus» es el momento intelectual o punto de arranque. El momento volitivo o decisión de corresponder no obedece al imperativo de pagar una deuda, sino a una intención afectiva hacia quien nos ha beneficiado. Por eso no hay proporción necesaria entre el favor recibido y la respuesta: lo económicamente muy significativo puede ser agradecido con una palabra o un gesto. La gratitud no es un puro deber: es, como la amistad, algo que va más lejos que la obligación y que constituye una cierta donación. Beneficio y respuesta son gratuitos. Entre el benefactor y el agraciado no hay una relación sinalagmática, ni de justicia distributiva, sino de perfección.
Se ha dicho que la gratitud es un sentimiento porque posee un halo afectivo, allende lo normativo. Y, efectivamente, la gratitud tiene connotaciones emotivas; pero no es un sentimiento, puesto que carece de esa tensión intrínseca de lo sentimental, entre lo agradable y lo desagradable. No se da para ser feliz, sino para hacer feliz a otro. No se corresponde para gozar, sino para aportar algo a la persona o a la memoria del generoso. Un moralista galo definió la gratitud como la justicia de corazón. Ser agradecido es distinto de ser justo; es ser desprendido. Cabe ser honesto, imparcial y recto sin mostrar gratitud. Pero hay algo innoble cuando se permanece impasible ante un beneficio discreccional. Son innumerables las relaciones humanas que, como el amor, no pertenecen al área de lo moral o jurídicamente obligado. En ese ámbito, quizá el más hermoso de la existencia humana, aparece la gratitud de los hijos hacia los padres, entre enamorados y entre amigos. No es delictiva la insolidaridad afectiva, pero es un comportamiento cojo y antiestético. Por eso sentencia la sabiduría popular que «no es bien nacido quien no es agradecido». Algo importante falla en el ingrato.
En el ingrato hay la soberbia de pensar que todo le es debido o hay la ruindad de calificar como debido lo que consta que fue un favor. Hay la frívola desmemoria o ausencia del sentido de los valores. Hay una cierta inhumanidad, carencia de un entrañable resorte del ánimo. La política es el ámbito del favor. Nadie tiene derecho ni a ser votado ni a ser seleccionado. El ciudadano puede preferir a un candidato u a otro; el gobernante puede elegir a quien considere más apto y más digno de confianza. Salvo los puestos ganados por oposición o por ascenso reglamentario, todos los oficios públicos son beneficios. Y, sin embargo, la política es un lugar donde brilla la ingratitud. Muchos soberanos hereditarios ni siquiera son agradecidos con sus antepasados a los que deben casi todo; y los electivos, a veces, dan la espalda a quienes les adoptaron. El diputado no sólo no agradece los votos, sino que incluso se jacta de incumplir las promesas electorales. Y muchos silencian el nombre del gobernante a quien deben su promoción y su carrera política, si es que no se vuelven contra él.
Cuando en la política no hay gratitud se entreabre la puerta a la traición. No se trata del delito que definen los códigos para garantizar la seguridad del Estado, sino de la deslealtad a la persona y al mundo del protector. Hay la traición expresa de quien abjura o cambia de bandera, del tránsfuga, del travestido ideológico. Pero hay también el silencio que otorga, la inacción cómplice, la piedra que esconde la mano, y todo un abanico de infidelidades tácitas que adolecen, además, de cobardía. Los ingratos caen en el resentimiento, o sea, en negar valor a aquello de lo que carecen. Así pretenden que, en política, el agradecido y leal es un nostálgico, un inovolucionista, un fósil, un dinosaurio, alguien fuera del tiempo, un ciudadano políticamente incorrecto, y otras lindezas. También las prostitutas se mofan de la castidad, los ladrones de la honestidad, los mendaces de los sinceros, los incultos de los euruditos, los zafios de los elegantes, o los impíos de los piadosos. Es la milenaria historia del rencor que condena la nobleza al ostracismo. Lo inquietante no es que aparezca, es que prevalezca porque revela una epidemia grave para el alma colectiva.
Los hábitos, como los sentimientos, son personales y sólo metafóricamente pueden ser atribuidos a los pueblos. Son las minorías y no las masas quienes deciden el curso de la Historia. Cuando son patriotas, se solidarizan con el pasado nacional y rinden homenaje a sus héroes; es, por ejemplo, el caso de Francia. Cuando lo que prevalece es la voluntad de poder utilizan la Historia como un arma y caen en la manipulación: se elogia al afín siempre que no haga sombra, y se relega o vilipendia lo demás. Sus pueblos no tienen héroes permanentes, unos van y otros vienen, se puede encumbrar a mediocridades y demonizar a gigantes. Si, además, la clase política se disgrega en tribus regionales, estimulan nacionalismos locales que fabrican sus propias minitradiciones y se obstaculiza la apelación a un pasado estatal solidario. La clase dirigente de nuestra II Restauración ha batido una marca al abdicar hasta de la colonización de América con ocasión del V Centenario del descubrimiento. Las masas, así desorientadas, se tornan hospicianas e ingratas.
Si como regla voluntaria de la política se estableciera la gratitud, la gobernación ganaría en dignidad. Sería una vacuna antimaquiavélica y un antídoto contra la versatilidad. Esa norma no puede venir de una disposición legal, sino de un pacto entre caballeros, de un uso de honor. Con bola negra al ingrato mejoraría la desprestigiada imagen del político, y se darían pasos hacia un Estado mejor. Independientemente de que el lugar sea la familia, el club, la empresa o la política, en la gratitud hay señorío y grandeza, y en la ingratitud hay bajeza y mezquindad.
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