Masas electorales – es decir: colectividades investidas del poder de elegir a los ejecutores de ciertas funciones – constituyen masas heterogéneas pero, como su acción queda confinada a una sola y claramente determinada cuestión y que consiste en optar entre diferentes candidatos, presentan solamente algunas de las características previamente descriptas. De las características peculiares de las masas presentan sólo la escasa aptitud para razonar, la ausencia de espíritu crítico, irritabilidad, credulidad y simplicidad. Más allá de ello, en su decisión puede rastrearse la influencia de los conductores de masas y la parte que juegan los factores que hemos enumerado: afirmación, repetición, prestigio y contagio.
Examinemos los métodos por los cuales las masas electorales han de ser persuadidas. Será fácil deducir su psicología de los métodos que han sido más exitosos.
Es de importancia primordial que el candidato posea prestigio. El prestigio personal sólo puede ser reemplazado por el que resulta de la fortuna. Talento y hasta genialidad no son elementos exitosos seriamente importantes.
Por el contrario, es de capital importancia la necesidad que el candidato tiene de poseer prestigio, esto es, de ser capaz de imponerse al electorado sin discusión. La razón por la cual los electores – de quienes la mayoría son obreros o campesinos – tan raramente eligen a un hombre de entre sus propias filas para representarlos es la de que una persona así no goza de prestigio entre ellos. Cuando, por casualidad, eligen a un hombre que es su igual, por regla general esto es por razones secundarias; por ejemplo, para humillar a un hombre eminente, o bien a un influyente empleador de quien el elector depende cotidianamente y sobre el cual, de este modo, tiene la ilusión de enseñorearse por un momento.
Sin embargo, la posesión de prestigio no es suficiente para asegurar el éxito de un candidato. El elector es sensible, en particular, al halago de su codicia y de su vanidad. Tiene que ser cubierto de adulonerías y no debe haber vacilación alguna en hacerle las más fantásticas promesas. Si es un obrero, será imposible ir demasiado lejos en el insulto y en la estigmatización de los empleadores. En cuanto al candidato rival, se deberá hacer un esfuerzo para destruir sus posibilidades estableciendo, por medio de afirmaciones, repeticiones y contagio, que es un absoluto rufián, siendo que es de conocimiento público que es culpable de varios crímenes. Por supuesto, es inútil tomarse el trabajo de ofrecer cualquier cosa parecida a una prueba. Si el adversario no está bien familiarizado con la psicología de las masas, tratará de justificarse con argumentos en lugar de replicar a una serie de afirmaciones con otra, y no tendrá oportunidad alguna de tener éxito.
El programa escrito del candidato no debería ser demasiado categórico puesto que, más adelante, sus adversarios podrían esgrimirlo en su contra; en su programa verbal, sin embargo, no puede haber demasiada exageración. Las reformas más importantes pueden ser audazmente prometidas. En el momento en que son hechas, estas exageraciones producen un gran efecto y no resultan comprometedoras para el futuro siendo que es un hecho de observación reiterada que el elector nunca se toma el trabajo de averiguar en qué medida el candidato elegido ha ejecutado el programa que el elector aplaudió y en virtud del cual se supone que ganó la elección.
En lo que precede, todos los factores de persuasión que hemos descripto deben ser respetados. Nos encontraremos con ellos nuevamente en la acción ejercida por las palabras y las fórmulas sobre cuyo mágico efecto ya hemos insistido. Un orador que sabe utilizar estos medios de persuasión puede hacer lo que se le antoja con una masa. Expresiones tales como capitalismo infame, viles explotadores, el admirable obrero, la socialización de la riqueza, etc. siempre producen el mismo efecto aún cuando estén algo gastadas por el uso. Pero el candidato que esgrime una nueva fórmula, tan carente como sea posible de un significado preciso e indicada, por consiguiente, para halagar a las más variadas aspiraciones, infaliblemente obtendrá éxito. La sanguinaria revolución española de 1873 se produjo por una de esta frases mágicas de significado complejo en la que cada uno puso su propia interpretación. Un escritor contemporáneo describió el lanzamiento de esa frase en términos que merecen ser citados:
“Los radicales hicieron el descubrimiento de que una república centralizada es una monarquía disfrazada y, para burlarse de ellos, las Cortes unánimemente proclamaron una república federal, a pesar de que ninguno de los votantes podría haber explicado qué era lo que había acabado de votar. Esta fórmula, sin embargo, encantó a todos; la alegría fue intoxicante, delirante. El reino de la virtud y de la felicidad acababa de ser instaurado sobre la tierra. Un republicano cuyo oponente le negaba el título de federalista se consideraba mortalmente insultado. Las personas se saludaban en la calle con las palabras ‘¡Viva la República Federal!’ Después de lo cual se cantaban loas a la mística virtud de la ausencia de disciplina en el ejército y a la autonomía de los soldados. ¿Qué se entendió bajo ‘república federal’? Hubo quienes dieron en entender que significaba la emancipación de las provincias, instituciones similares a las de los Estados Unidos, y la descentralización administrativa; otros tenían a la vista la abolición de toda autoridad y el rápido comienzo de la gran liquidación social. Los socialistas de Barcelona y de Andalucía estaban por la soberanía absoluta de sus comunas; propusieron endosarle a España diez mil municipios independientes, legislar por cuenta propia y hacer que su creación fuese acompañada por la supresión de la policía y del ejército. En las provincias del Sur pronto se vio a la insurrección extenderse de pueblo en pueblo y de villorrio en villorrio. Después de que un pueblucho había hecho su ‘pronunciamiento’, su primer preocupación consistió en destruir los cables telegráficos y las líneas de ferrocarril tanto como para destruir toda comunicación con sus vecinos y con Madrid. El caserío más lamentable estaba determinado a erguirse sobre su propio trasero. La federalización había dado lugar al cantonalismo, marcado por masacres, incendios, más toda clase de brutalidades, y sangrientas saturnalias se celebraron a lo largo y a lo ancho del país.”
En cuanto a la influencia que puede ser ejercida por el razonamiento sobre las mentes de los electores, el albergar la menor duda sobre este aspecto sólo puede ser el resultado de no haber leído jamás los informes sobre un mitin electoral. En estas reuniones se intercambian afirmaciones, invectivas y a veces golpes, pero nunca argumentos. Si el silencio se establece por un momento es porque alguno de los presentes, con reputación de ser un “duro contendiente” ha anunciado que está por importunar al candidato con una de esas preguntas incómodas que siempre son para regocijo de la audiencia. Sin embargo, la satisfacción del partido opositor tiene corta vida porque la voz del que pregunta muy pronto queda ahogada en el rugido proferido por sus adversarios. Los siguientes relatos de actos públicos, elegidos de entre cientos de ejemplos similares y tomados de las páginas de la prensa diaria, pueden ser considerados como típicos:
“Uno de los organizadores del acto solicita a la asamblea que elija un presidente y se desata la tormenta. Los anarquistas saltan a la plataforma para tomar la mesa del comité por asalto. Los socialistas se defienden enérgicamente. Se intercambian golpes y cada facción acusa a la otra de ser espías pagados por el gobierno y etc. etc. Un ciudadano abandona la sala con un ojo negro.
“A la larga, el comité se instala lo mejor que puede en medio del tumulto y el derecho de hacer uso de la palabra es concedido al ‘Camarada’ X.
“El orador inicia un vigoroso ataque contra los socialistas quienes lo interrumpen con gritos de ‘¡Idiota! ¡Tramposo! ¡Impostor!” etc. – epítetos a los cuales el Camarada X replica exponiendo su teoría según la cual los socialistas son ‘imbéciles’ o ‘payasos’.”
“El partido Allemanista había organizado ayer por la tarde, en la Sala de Comercio de la Rue du Faubourg-du-Temple, un gran acto, preliminar a la festividad obrera del 1° de Mayo. La consigna del acto era ‘Calma y Tranquilidad’.
“El Camarada G--- alude a los socialistas llamándolos ‘idiotas’ e ‘hipócritas’.
“Ante estas palabras se produce un intercambio de insultos y tanto los oradores como la audiencia se lían a golpes. Sillas, mesas, bancos resultan convertidos en armas, y etc. etc.”
No debe suponerse ni por un momento que esta descripción de discusiones es propia de determinada clase de electores y dependiente de su posición social. En cualquier clase de asamblea anónima, aún la compuesta exclusivamente por personas altamente educadas, las discusiones siempre toman la misma forma. Ya he expuesto que, cuando las personas se reúnen en una masa, opera una tendencia a su nivelación mental y la prueba de ello se encuentra a cada vuelta de esquina. Tómese, por ejemplo, el siguiente extracto de un informe sobre un acto al que asistieron exclusivamente estudiantes y que tomo de prestado del Temps del 13 de Febrero de 1895:
“El tumulto sólo aumentó a medida que avanzaba la tarde. No creo que ningún orador haya podido pronunciar dos frases sin ser interrumpido. A cada instante surgían gritos de una dirección, o de la otra, o de todas las direcciones al mismo tiempo. El aplauso se entremezclaba con los chistidos, se producían violentas discusiones entre miembros individuales de la audiencia, se blandían garrotes en forma amenazadora, se pataleaba rítmicamente sobre el piso y quienes interrumpían eran saludados con gritos de ‘¡Échenlo!’ o bien ‘¡Que hable!’.
El Sr. C--- volcó epítetos tales como odiosa, cobarde, monstruosa, vil, venal y vengativa, sobre la Asociación que había declarado querer destruir”, etc. etc.
¿Cómo, se pregunta uno, podría un elector formarse una opinión bajo tales condiciones? Pero el hacer esa pregunta es hacerse extrañas ilusiones en cuanto a la medida de libertad que puede gozar una colectividad. Las masas tienen opiniones que les han sido impuestas, pero nunca profieren opiniones razonadas. En el caso bajo consideración la opinión y los votos de los electores se hallan en las manos de los comités electorales, cuyos espíritus conductores son, por regla, los dueños de tabernas, teniendo estas personas gran influencia sobre los obreros a quienes les otorgan créditos. “¿Sabe Usted qué es un comité electoral? – escribe M. Scherer, uno de los más valientes campeones de la democracia actual – No es ni más ni menos que la piedra angular de nuestras instituciones, la pieza maestra de la maquinaria política. Francia está gobernada hoy en día por comités electorales.” [ [29] ]
Ejercer una influencia sobre estos comités no es difícil, siempre y cuando el candidato sea, en si, aceptable y posea adecuados recursos financieros. De acuerdo a la confesión de los donantes, tres millones de francos fueron suficientes para asegurar las reiteradas elecciones del General Boulanger.
Tal es la psicología de las masas electorales. Es idéntica a la de otras masas: ni mejor ni peor.
En consecuencia, no extraigo de lo que precede ninguna conclusión en contra del sufragio universal. Si yo tuviese que decidir su destino, lo mantendría tal como está por razones prácticas que, de hecho, pueden ser deducidas de nuestra investigación sobre la psicología de las masas y que expondré después de haber señalado sus desventajas.
Sin duda alguna, la debilidad del sufragio universal es demasiado obvia como para pasarla por alto. No puede negarse que la civilización ha sido la obra de una pequeña minoría de inteligencias superiores constituyendo la cúspide de una pirámide cuyas gradas, ensanchándose en la misma proporción en que merma el poder mental, representan a las masas de una nación. La grandeza de una nación seguramente no puede depender de los votos emitidos por elementos inferiores que detentan solamente la fuerza del número. Indudable es, también, que los votos emitidos por las masas con frecuencia son muy peligrosos. Ya nos han costado varias invasiones y, en vista del triunfo del socialismo para el cual están preparando el camino, es probable que las veleidades de la soberanía popular todavía nos saldrán aún más caras.
Sin embargo, por más excelentes que sean estas objeciones en teoría, en la práctica pierden toda fuerza, como se admitirá si se recuerda la invencible fuerza que tienen las ideas convertidas en dogmas. El dogma de la soberanía de las masas es tan poco defendible desde el punto de vista filosófico como los dogmas religiosos de la Edad Media, pero en la actualidad goza del mismo poder absoluto que aquellos gozaron en el pasado. Consecuentemente, es tan inatacable como en el pasado lo fueron nuestras ideas religiosas. Imagínense a un librepensador moderno milagrosamente transportado a plena Edad Media. ¿Suponen ustedes que, después de haber constatado el poder soberano de las ideas religiosas que en aquél entonces estaban en vigor, estaría tentado de atacarlas? Habiendo caído en las manos de un juez dispuesto a mandarlo a la hoguera bajo la imputación de haber hecho un pacto con el diablo, o de haber estado presente en el aquelarre de las brujas ¿se le ocurriría poner en duda la existencia del demonio o de la brujería? El oponerse a las creencias de las masas con discusiones es tan inocuo como oponerse a los ciclones con argumentos. El dogma del sufragio universal posee hoy en día el mismo poder que tuvieron otrora los dogmas cristianos. Oradores y escritores aluden al mismo con un respeto y una adulación que jamás conoció Luis XIV. En consecuencia, se debe adoptar para con él la misma posición que la pertinente frente a todos los dogmas religiosos. Sólo el tiempo puede actuar sobre ellos.
Aparte de ello, sería de lo más inútil tratar de socavar este dogma en la medida en que posee una apariencia de racionabilidad en su favor. “En una era de igualdad – destaca acertadamente Tocqueville – los hombres no tienen fe los unos en los otros por el hecho de ser todos similares; sin embargo esta misma similitud les otorga una casi ilimitada confianza en el juicio del público, siendo la razón de ello que no parece ser probable que, al estar todos los hombres igualmente ilustrados, la verdad y la superioridad numérica no vayan de la mano.”
¿Debemos creer que con un sufragio restringido – un sufragio restringido a los intelectualmente capaces, si se quiere – se produciría una mejora en los votos de las masas? No puedo admitir ni por un momento que éste sería el caso y esto por las razones ya dadas en relación con la inferioridad mental de todas las colectividades, cualesquiera que sea su composición. En una masa, todos los hombres tienden hacia un mismo nivel y, sobre cuestiones genéricas, un voto emitido por cuarenta académicos no es mejor que el de cuarenta aguateros. No creo en lo más mínimo que los votos por los cuales se critica al sufragio universal – el restablecimiento del Imperio, por ejemplo – hubiera tenido un resultado diferente si los votantes hubiesen sido reclutados de entre personas instruidas y liberalmente educadas. Por el hecho de que alguien sepa griego o matemáticas, sea un arquitecto, un veterinario, un doctor o un abogado, no necesariamente se halla dotado de una inteligencia superior en materia de cuestiones sociales. Todos nuestros economistas políticos están altamente educados, y aún así ¿hay acaso una sola cuestión general – proteccionismo, bimetalismo etc. – sobre la cual hayan conseguido ponerse de acuerdo? La explicación está en que su ciencia es sólo una forma muy atenuada de nuestra ignorancia universal. Respecto de problemas sociales, dado el número de cantidades desconocidas que presentan, todos los hombres son sustancialmente igual de ignorantes.
En consecuencia, si el electorado estuviese compuesto por personas abarrotadas de ciencias, sus votos no serían mejores que los emitidos hasta el presente. Estarían mayormente guiados por sus sentimientos y por espíritu partidario. No nos veríamos libres de ninguna de las dificultades con las que hoy tenemos que luchar y seguramente quedaríamos sujetos a la opresiva tiranía de las castas.
Tanto si el sufragio de las masas es restringido o general, tanto si es ejercido bajo una república o una monarquía, en Francia, en Bélgica, en Grecia, en Portugal o en España, en todas partes es idéntico; y cuando todo está dicho, resulta ser la expresión de las aspiraciones inconscientes y de las necesidades de la raza. En cada país el promedio de las opiniones de quienes resultan elegidos representa el genio de la raza y se encontrará que no cambia sensiblemente de una generación a la otra.
Se ve, pues, que nos enfrentamos una vez más con la noción fundamental de la raza, con la que nos hemos encontrado tan a menudo, y también con la otra noción, que es consecuencia de la primera, que nos indica que las instituciones y los gobiernos juegan sólo un pequeño papel en la vida de un pueblo. Los pueblos resultan guiados mayormente por el genio de su raza, esto es, por el cúmulo heredado de cualidades de las cuales el genio es la suma total. La raza y la esclavitud de nuestras necesidades cotidianas son las misteriosas causas maestras que gobiernan nuestro destino.
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