Pueden ser divididas en dos clases. En una pondremos ideas accidentales y pasajeras creadas por la influencia del momento: obnubilación por un individuo o por una doctrina, por ejemplo. En la otra clasificaremos las ideas fundamentales a las que el medioambiente, las leyes de la herencia y la opinión pública otorgan una gran estabilidad: ideas como éstas son las creencias religiosas del pasado y las ideas sociales y democráticas de la actualidad.
Estas ideas fundamentales se parecen al volumen de agua de una corriente que lentamente fluye por su cauce; las ideas transitorias son como pequeñas olas, siempre cambiantes, que agitan su superficie siendo más visibles que el desplazamiento de la corriente misma aún cuando no tengan real importancia.
Al día de hoy las grandes ideas fundamentales, que fueron fundamentales para nuestros padres, se están tambaleando cada vez más. Han perdido toda solidez y, al mismo tiempo, las instituciones edificadas sobre ellos se hallan severamente sacudidas. Cada día se forma una gran cantidad de esas ideas transitorias menores de las cuales acabo de hablar, pero, por todo lo que vemos, muy pocas entre ellas parecen estar dotadas de vitalidad y destinadas a adquirir una influencia preponderante.
Cualesquiera que sean las ideas sugeridas a las masas, las mismas podrán ejercer una influencia efectiva solamente a condición de que asuman una forma muy absoluta, simple y de compromiso nulo. Así, se presentan bajo la forma de imágenes y son accesibles para las masas sólo bajo esta forma. Las ideas semejantes a imágenes no están interconectadas por ningún vínculo lógico de analogía o sucesión y pueden ponerse la una en lugar de la otra como las diapositivas de una linterna mágica que el operador retira de la ranura en la que han estado colocadas una arriba de la otra. Esto explica cómo se puede observar que las ideas más contradictorias se hallen presente en las masas. De acuerdo a las vicisitudes del momento, una masa caerá bajo la influencia de una o varias ideas almacenadas en su entendimiento y, en consecuencia, será capaz de cometer los actos más disímiles. Su completa carencia de espíritu crítico le impedirá percibir estas contradicciones.
El fenómeno no es exclusivo de las masas. También puede ser observado en individuos aislados, y no solamente en seres primitivos sino en el caso de todos aquellos – los fervientes sectarios de una fe religiosa, por ejemplo – quienes por uno u otro lado de su inteligencia son semejantes a seres primitivos. He observado la presencia del fenómeno, con una curiosa extensión, en el caso de hindúes educados, instruidos en nuestras universidades europeas, que se han graduado en ellas. Un cierto número de ideas occidentales se había superpuesto a sus inmodificables y hereditarias ideas fundamentales o sociales. De acuerdo con la ocasión del momento, aparecía uno u otro conjunto de ideas, cada uno con su especial secuela de actos y expresiones, con lo cual el mismo individuo presentaba las más flagrantes contradicciones. Estas contradicciones son más aparentes que reales puesto que solamente las ideas hereditarias tienen suficiente influencia sobre el individuo aislado como para constituirse en motivos de conducta. Sólo cuando, como consecuencia del hibridaje de diferentes razas, una persona queda colocada entre diferentes tendencias hereditarias es que sus actos pueden volverse realmente en un todo contradictorios de un momento a otro. Sería inútil insistir aquí sobre estos fenómenos, si bien su importancia es capital. Soy de la opinión que al menos diez años de viajes y observaciones serían necesarios para llegar a comprenderlos.
Siendo las ideas accesibles para las masas solamente luego de haber tomado una forma muy simple, es frecuente que tengan que sufrir las más profundas transformaciones para volverse populares. Especialmente cuando estamos tratando con ideas filosóficas o científicas algo elevadas es que podemos observar cuan extensas modificaciones se requieren a fin de rebajarlas al nivel de la inteligencia de las masas. Estas modificaciones dependen de la naturaleza de las masas, o de la raza a la cual las masas pertenecen, pero su tendencia es siempre al empequeñecimiento y en la dirección de una simplificación. Esto explica el hecho de que, desde el punto de vista social, en realidad apenas si hay algo parecido a una jerarquía de ideas – es decir, ideas de una mayor o menor eminencia. No importa cuan grande o cierta haya sido una idea en sus orígenes; será desprovista de todo lo que constituía su grandeza y excelencia por el puro hecho de que haber sido puesta dentro del ámbito intelectual de las masas ejerciendo alguna influencia sobre las mismas.
Más aún, desde el punto de vista social, el valor jerárquico de una idea, su mérito intrínseco, no tiene importancia. La cuestión a considerar es el efecto que produce. Las ideas cristianas de la Edad Media, las ideas democráticas del siglo pasado, o las ideas sociales de hoy, ciertamente no son muy elevadas. Consideradas filosóficamente, sólo pueden ser concebidas como errores un tanto lamentables, y sin embargo su poder ha sido y será inmenso, y figurarán por largo tiempo entre los factores más esenciales que determinan la conducta de los Estados.
Incluso cuando una idea ha atravesado las transformaciones que la hacen accesible para las masas, sólo ejercerá su influencia si, por varios procesos que examinaremos en otra parte, se ha convertido realmente en un sentimiento; algo para lo cual se requiere mucho tiempo.
Porque no debe suponerse que, simplemente por el hecho de que la virtud de una idea haya sido comprobada, la misma puede provocar una acción productiva aún en mentes cultivadas. Este hecho puede ser rápidamente apreciado notando lo leve que resulta la influencia de hasta la demostración más clara sobre la mayoría de los hombres. La evidencia, si es muy palmaria, puede ser aceptada por una persona educada pero el converso rápidamente será traído de regreso a sus concepciones originales por su ser inconsciente. Véalo de nuevo después de pasados unos pocos días y volverá a esgrimir de nuevo sus viejos argumentos en exactamente los mismos términos. En realidad, está bajo la influencia de ideas anteriores que se han vuelto sentimientos y son solamente esas ideas las que influyen sobre los más recónditos motivos de nuestros actos y expresiones. No puede ser de otro modo en el caso de las masas.
Cuando, por varios procesos, una idea ha terminado por penetrar en la mente de las masas, la misma posee un irresistible poder y produce una serie de efectos a los cuales es inútil oponerse. Las ideas filosóficas que terminaron en la Revolución Francesa tardaron casi un siglo en implantarse en la mente de la masa. Es conocida la fuerza irresistible que tuvieron una vez que echaron raíces. El vuelco de toda una nación hacia la conquista de la igualdad social y la conquista de derechos abstractos y libertades ideales causó el tambalear de todos los tronos produciendo profundos disturbios en el mundo occidental. Durante veinte años las naciones se vieron involucradas en conflictos intestinos y Europa fue testigo de hecatombes que hubieran aterrorizado a Gengis Khan y a Tamerlán. Nunca el mundo ha visto a tal escala lo que puede resultar de la promulgación de una idea.
Se necesita un largo tiempo para que las ideas se establezcan en la mente de las masas, pero por lo menos un tiempo igual de largo es necesario para erradicarlas. Es por esta razón que las masas, en lo concerniente a las ideas, se encuentran siempre varias generaciones por detrás de los filósofos y las personas instruidas. Todos los estadistas son hoy bien conscientes de la mezcla de errores contenida en las ideas fundamentales a las que me he referido poco antes, pero como la influencia de estas ideas aún sigue siendo muy poderosa, se encuentran obligados a gobernar de acuerdo a principios en cuya verdad han cesado de creer.
El poder de raciocinio de las masas.
No se puede decir absolutamente que las masas no razonan y que no pueden ser influenciadas por razonamientos. Sin embargo, los argumentos que emplean y los que son capaces de influenciarlas son, desde un punto de vista lógico, de una clase tan inferior que sólo por vía de analogía se las puede describir como razonamientos.
El raciocinio inferior de las masas se basa, al igual que el raciocinio de un orden superior, en la asociación de ideas, pero entre las ideas asociadas por las masas hay sólo vínculos aparentes de analogía o sucesión. El modo de razonar de las masas se parece al del esquimal quien, sabiendo por experiencia que el hielo – un cuerpo transparente – se disuelve en la boca, saca como conclusión que el vidrio – un cuerpo igual de transparente – también debería disolverse en la boca; o al del salvaje que se imagina que comiéndose el corazón de un enemigo valiente adquirirá su valentía; o al del obrero que, habiendo sido explotado por un empleador, inmediatamente concluye que todos los empleadores explotan a sus hombres.
Las características del razonamiento de las masas son, por un lado, la asociación de cosas disímiles que poseen una conexión meramente aparente entre si, y por el otro, la inmediata generalización de casos particulares. Son argumentos de este tipo los que ofrecen a las masas quienes saben como manejarlas. Son los únicos argumentos por medio de los cuales las masas pueden ser influenciadas. Una cadena de argumentos lógicos es totalmente incomprensible para las masas y es por eso que está permitido decir que no razonan, o que razonan falsamente y no pueden ser influenciadas por medio de razonamientos. Al leer ciertos discursos, a veces uno se asombra de su debilidad siendo que, a pesar de ello, los mismos han tenido una enorme influencia sobre las masas que los han escuchado. Lo que se olvida es que su intención fue la de persuadir colectividades y no la de ser leídos por filósofos. Un orador, en íntimo contacto con la muchedumbre, puede evocar imágenes que la seducirán. Si tiene éxito, su objetivo estará logrado y veinte volúmenes de disertaciones – siempre el resultado de la reflexión – no valen lo que unas pocas frases que apelan a los cerebros que había que convencer.
Sería superfluo agregar que la impotencia de las masas para razonar correctamente les impide manifestar rastro alguno de espíritu crítico, esto es, les impide ser capaces de discernir la verdad del error o formarse un juicio preciso en cualquier materia. Los juicios aceptados por las masas son meramente juicios impuestos sobre ellas y jamás juicios adoptados después de una discusión. En esta materia, los individuos que no sobrepasan el nivel de una masa son numerosos. La facilidad con la que ciertas opiniones obtienen una aceptación general resulta más especialmente de la imposibilidad experimentada por la mayoría de las personas de formarse una opinión íntima y singular basada sobre un razonamiento propio.
La imaginación de las masas
Al igual que en el caso de las personas en quienes el poder de raciocinio está ausente, la imaginación figurativa de las masa es muy poderosa, muy activa y muy susceptible de ser vivamente impresionada. Las imágenes evocadas en su mente por un personaje, por un evento, un accidente, son casi tan vívidas como la realidad. Hasta cierto punto las masas están en la posición del durmiente cuya razón, temporalmente suspendida, permite el surgimiento en la mente de imágenes de extrema intensidad que se disiparían rápidamente si estuviesen sometidas a la acción de la reflexión. Las masas, al ser incapaces tanto de la reflexión como del raciocinio, carecen de la noción de improbabilidad; y es de destacar que, en un sentido general, las cosas más improbables son las más notables.
Por esto es que resulta ser siempre el aspecto maravilloso y legendario de los eventos lo que más especialmente impresiona a las masas. Cuando se analiza a una civilización, se observa que, en realidad, sus verdaderos pilares son lo maravilloso y lo legendario. A lo largo de la Historia, las apariencias han desempeñado un papel mucho más importante que la realidad y en la Historia lo irreal posee siempre un ímpetu más grande que lo real.
Al ser solamente capaces de pensar por imágenes, las masas sólo pueden ser impresionadas por imágenes. Son únicamente imágenes las que las aterrorizan o las atraen volviéndose motivaciones para la acción.
Por esta razón las representaciones teatrales, en las cuales la imagen se muestra en su forma más claramente visible, siempre tienen una enorme influencia sobre las masas. Pan y circos espectaculares constituían para los plebeyos de la antigua Roma el ideal de felicidad y no pedían nada más. A lo largo de las eras posteriores esto apenas si ha variado. Nada tiene un efecto mayor sobre la imaginación de las masas de cualquier categoría que las representaciones teatrales. Toda la audiencia experimenta al mismo tiempo las mismas emociones y si estas emociones no se transforman inmediatamente en acciones es porque hasta el más inconsciente de los espectadores no puede ignorar que está siendo víctima de ilusiones y que ha llorado o reído con aventuras imaginarias. Algunas veces, sin embargo, los sentimientos sugeridos por las imágenes son tan fuertes que tienden, como las sugestiones habituales, a transformarse en acciones. Ha sido frecuentemente narrada la historia del dueño de un teatro popular quien, como consecuencia de montar exclusivamente dramas sombríos, se vio obligado a hacer proteger al actor que hacía el papel de villano a la salida del teatro para defenderlo de la violencia de los espectadores, indignados ante los crímenes que el traidor había cometido, por más que los mismos fuesen imaginarios. En mi opinión aquí tenemos uno de los indicios más notables del estado mental de las masas y especialmente de la facilidad con la que son sugestionadas. Lo irreal tiene casi tanta influencia sobre ellas como lo real. Poseen una manifiesta tendencia a no distinguir entre ambos.
El poder de los conquistadores y la potencia de los Estados están ambos basados sobre la imaginación popular. Las masas son conducidas especialmente trabajando sobre su imaginación. Todos los grandes hechos históricos, el surgimiento del budismo, del cristianismo, del Islam, la Reforma, la Revolución Francesa y, en nuestros tiempos, la amenazante invasión del socialismo son las consecuencias directas o indirectas de fuertes impresiones producidas sobre la imaginación de las masas.
Más aún, todos los grandes estadistas de todos los tiempos y de todos los países, incluyendo los déspotas más absolutos, han considerado a la imaginación popular como la base de su poder y nunca han intentado gobernar oponiéndose a ella. “Fue convirtiéndome en católico – dijo Napoleón al Consejo de Estado – que terminé la guerra de la Vendée. Volviéndome musulmán conseguí poner un pie en Egipto. Haciéndome ultramontano me conquisté a los sacerdotes italianos y si tuviese que gobernar una nación de judíos reconstruiría el templo de Salomón.” Nunca, desde quizás Alejandro y César, un hombre ha comprendido mejor cómo es que se impresiona la imaginación de la masa. Su constante preocupación fue excitarla. La tuvo presente en sus arengas, en sus discursos, en todos sus actos. En su lecho de muerte todavía seguía estando en sus pensamientos.
¿Cómo se ha de impresionar la imaginación de las masas? Pronto lo veremos. Por el momento limitémonos a decir que el desafío no será superado jamás tratando de trabajar sobre la inteligencia o la facultad de raciocinio, es decir, por el camino de la demostración. De ningún modo fue por sutil retórica que Antonio tuvo éxito en hacer que el populacho se levantase contra los asesinos de César. Fue leyéndole su testamento a la multitud y señalando hacia su cadáver.
Cualquier cosa que excita la imaginación de las masas se presenta bajo la forma de una imagen sorprendente y muy clara, libre de toda explicación accesoria, o simplemente teniendo por acompañamiento algunos pocos maravillosos o misteriosos hechos: los ejemplos de esto podrían ser una gran victoria, un gran milagro, un gran crimen o una gran esperanza. Las cosas tienen que ser puestas ante la masa como un todo y su génesis jamás debe ser indicada. Cien pequeños crímenes o pequeños accidentes no golpearán la imaginación de las masas en lo más mínimo mientras que un único gran crimen, o un único gran accidente, las impresionará profundamente, aún cuando los resultados sean infinitamente menos desastrosos que los de los cien pequeños accidentes tomados en conjunto. La epidemia de gripe que hace apenas algunos años causó la muerte de cinco mil personas en París solamente impactó escasamente sobre la imaginación popular. La razón de ello fue que esta verdadera hecatombe no se corporizó en ninguna imagen visible, pudiéndosela ver tan sólo por la información estadística suministrada semanalmente. Un accidente que hubiera causado la muerte de solamente quinientas – y no cinco mil – personas, pero en un solo día y en público, constituyendo un evento manifiestamente visible como, por ejemplo, la caída de la Torre Eiffel, hubiera producido, por el contrario, una impresión enorme sobre la imaginación de la muchedumbre. La probable pérdida de un trasatlántico a vapor que, ante la falta de novedades, se supuso hundido en medio del océano impresionó profundamente la imaginación de la masa por toda una semana. Sin embargo, las estadísticas oficiales demuestran que 850 barcos a vela y 203 barcos a vapor se perdieron solamente en 1894. La masa, no obstante, nunca se ocupó de estas pérdidas sucesivas, aún cuando resultaron mucho más importantes en cuanto a pérdida de vidas y de bienes que lo que posiblemente pudo haber sido la pérdida del trasatlántico.
No son los hechos por si mismos los que impactan en la imaginación popular sino la forma en que suceden y en la que son comunicados. Es necesario que por condensación – si es que puedo expresarme de esta forma – produzcan una imagen sorprendente que llene y tome posesión del cerebro. Conocer el arte de impresionar la imaginación de las masas es conocer, simultáneamente, el arte de gobernarlas.
La forma religiosa que toman todas las convicciones de las masas
Qué se entiende por sentimiento religioso – Es independiente de la adoración de una divinidad – Sus características – La fuerza de las convicciones que adoptan una forma religiosa – Varios ejemplos – Los dioses populares nunca desaparecieron – Las nuevas formas bajo las cuales se las revive – Formas religiosas de ateísmo – Importancia de estas nociones desde el punto de vista histórico – La Reforma, San Bartolomé, el Terror y todos los eventos análogos son el resultado de los sentimientos religiosos de las masas y no de la voluntad de individuos aislados
Hemos visto que las masas no razonan, que aceptan o rechazan ideas como un todo, que no toleran ni discusión ni contradicciones, y que las sugestiones a las que se las somete invaden la totalidad de su entendimiento y tienden inmediatamente a transformarse en acciones. Hemos mostrado cómo, masas adecuadamente influenciadas, están prontas a sacrificarse por los ideales que les han sido inspirados. También hemos visto que sólo tienen sentimientos violentos y extremos, que, en su caso, la simpatía rápidamente se vuelve adoración y que la antipatía, casi tan pronto como es suscitada, se convierte en odio. Estas indicaciones generales ya nos proporcionan un presentimiento de la naturaleza de las convicciones de las masas.
Cuando se examinan estas convicciones, ya sea las de épocas marcadas por una ferviente fe religiosa o por grandes alzamientos políticos como los del siglo pasado, se hace evidente que siempre toman una forma peculiar que no puedo definir mejor que dándole el nombre de un sentimiento religioso.
Este sentimiento posee características muy simples, tales como el culto a un ser que se supone superior, miedo ante el poder adjudicado a este ser, sumisión ciega a sus órdenes, incapacidad para discutir sus dogmas, el deseo de difundirlos, y la tendencia a considerar enemigos a todos los que no los aceptan. Sea que este sentimiento se aplique a un Dios invisible, o bien a un ídolo de piedra o madera, a un héroe o a una concepción política, siempre que presente las características citadas, será religioso en esencia. Lo sobrenatural y lo milagroso se encontrarán presentes en la misma medida. Las masas siempre adjudican un poder misterioso a la fórmula política o al líder victorioso que momentáneamente ha suscitado su entusiasmo.
Una persona no es religiosa solamente cuando adora a una divinidad sino cuando pone todos los recursos de su mente, la completa sumisión de su voluntad, y el íntegro fanatismo de su alma, al servicio de una causa o de un individuo que se convierte en la meta y en la guía de sus pensamientos y acciones.
Intolerancia y fanatismo son los compañeros necesarios del sentimiento religioso. Inevitablemente serán exhibidos por quienes se creen en posesión del secreto de la felicidad terrena. Es posible hallar estas dos características en todos los hombres agrupados cuando están inspirados por una convicción de cualquier clase. Los jacobinos del reino del Terror eran, en el fondo, tan religiosos como los católicos de la Inquisición y su cruel ardor procedió de la misma fuente.
Las convicciones de las masas toman esas características de ciega sumisión, feroz intolerancia y la necesidad de violenta propaganda que son inherentes al sentimiento religioso y es por esta razón que puede decirse que todas sus creencias poseen una forma religiosa. El héroe aclamado por una masa es verdaderamente un dios para esa masa. Napoleón fue un dios como ése durante quince años y ninguna divinidad tuvo fieles más ardientes ni envió hombres a la muerte con mayor facilidad. Los Dioses cristianos y paganos nunca ejercieron un imperio más absoluto sobre las mentes que cayeron bajo su influencia.
Todos los fundadores de credos, religiosos o políticos, los instituyeron solamente porque tuvieron éxito en inspirar en las masas esos sentimientos fanáticos que tienen por resultado el que los hombres hallan su felicidad en el culto y en la obediencia, hallándose listos para ofrendar sus vidas por su ídolo. Este ha sido el caso en todas las épocas. Fustel de Coulanges, en su excelente trabajo sobre la Galia romana, destacó con justa razón que el Imperio Romano de ninguna manera estuvo mantenido por la fuerza sino por la admiración religiosa que inspiraba. “Sería algo sin parangón en toda la Historia del mundo – observó con acierto – que una forma de gobierno popularmente detestada durase cinco siglos ... Sería inexplicable que las treinta legiones del Imperio pudiesen forzar a obedecer a cien millones de personas”. La razón de su obediencia fue que el Emperador, quien personificaba la grandeza de Roma, era adorado como una divinidad por consenso público. Había altares en honor al Emperador hasta en los más pequeños poblados de sus dominios. “De un extremo a otro del Imperio, se vio surgir en aquellos días una nueva religión que tenía por divinidades a los Emperadores mismos. Algunos años antes de la era cristiana, la totalidad de la Galia, representada por sesenta ciudades, construyó en común un templo cerca del pueblo de Lyon en honor a Augusto ... Sus sacerdotes, elegidos por las ciudades galas unidas, fueron los principales personajes de sus países ... Es imposible atribuir todo esto al miedo y al servilismo. Naciones enteras no son serviles, especialmente no por tres siglos. No fueron los cortesanos los que adoraron al príncipe, fue Roma, y no fue solamente Roma, sino Galia, España, Grecia y Asia.”
Hoy en día, la mayoría de los grandes hombres que ha capturado la mente de las personas ya no tiene altares, pero tiene estatuas, o sus retratos se encuentran en las manos de sus admiradores, y el culto del cual son objeto no es notoriamente diferente del brindado a sus antecesores. La comprensión de la filosofía de la Historia sólo puede obtenerse a través de la apreciación de este punto fundamental de la psicología de las masas. Una masa exige un dios antes que cualquier otra cosa.
No debe suponerse que éstas son supersticiones de una época pasada, definitivamente desterradas por la razón. El sentimiento nunca se ha rendido en su eterno conflicto con la razón. Las masas ya no querrán escuchar las palabras “divinidad” y “religión” en nombre de las cuales durante tanto tiempo fueron esclavizadas. Pero jamás han poseído tantos fetiches como en los últimos cien años y las antiguas divinidades nunca poseyeron tantas estatuas y altares erigidos en su honor. Quienes en años recientes han estudiado el movimiento popular conocido bajo el nombre de “Boulangismo” [ [9] ] han tenido oportunidad de ver con qué facilidad reviven los instintos religiosos de las masas. No hubo una sola fonda en el país que no poseyera un retrato del héroe. Se le adjudicó el poder de remediar todas las injusticias y todos los males, y miles de hombres hubieran dado sus vidas por él. Grande hubiera sido su lugar en la Historia si su carácter hubiese estado al nivel de su legendaria reputación.
En consecuencia, constituye un lugar común inútil afirmar que una religión es necesaria para las masas porque todos los credos, sean políticos, divinos o sociales, solamente arraigan en ellas con la condición de asumir siempre la forma religiosa – una forma que obvia los peligros de la discusión. Si fuese posible inducir a las masas a adoptar el ateísmo, esta creencia exhibiría todo el ardor intolerante de un sentimiento religioso y, en sus formas externas, pronto se convertiría en un culto. La evolución de la pequeña secta de los positivistas nos ofrece una curiosa prueba sobre este punto. A los positivistas les pasó muy rápidamente lo mismo que le sucedió al nihilista cuya historia relata ese profundo pensador que es Dostoiewsky. Iluminado un buen día por la luz de la razón, rompió las imágenes de las divinidades y los santos que adornaban el altar de una capilla, apagó los cirios y, sin perder un minuto de tiempo, reemplazó los objetos destruidos con las obras de filósofos ateos tales como Buchner y Moleschott, después de lo cual muy devotamente volvió a encender los cirios. El objeto de sus creencias religiosas había sido cambiado, pero ¿puede decirse en verdad que cambiaron sus sentimientos religiosos?
Ciertos hechos históricos – y son precisamente los más importantes – lo repito: no pueden ser comprendidos a menos que se haya logrado apreciar la forma religiosa que las convicciones de las masas siempre asumen a la larga. Hay fenómenos sociales que deben ser estudiados por lejos mucho más desde el punto de vista del psicólogo que desde el del naturalista. El gran historiador Taine sólo estudió la Revolución como un naturalista y es por ello que la verdadera génesis de los hechos con frecuencia se le ha escapado. Ha observado los hechos a la perfección, pero al no haber estudiado la psicología de las masas, no siempre ha podido rastrear sus causas. Habiéndole impresionado los hechos por su aspecto sanguinario, anárquico y feroz, apenas si ha visto en los héroes del gran drama algo más que una horda de salvajes epilépticos abandonándose a sus instintos sin freno alguno. La violencia de la Revolución, sus masacres, su necesidad de propaganda, sus declaraciones de guerra contra todas las cosas, todo ello sólo puede ser explicado adecuadamente entendiendo que la Revolución fue meramente el establecimiento de un nuevo credo religioso en la mente de las masas. La Reforma, la masacre de San Bartolomé, las guerras de religión francesas, la Inquisición, el reino del Terror, son todos fenómenos de idéntica clase producidos por masas animadas por esos sentimientos religiosos que necesariamente guían a quienes, imbuidos por ellos, extirpan sin piedad, por el fuego y por la espada, a quienquiera que se oponga al establecimiento de la nueva fe. Los métodos de la Inquisición son los de todos aquellos cuyas convicciones son genuinas y firmes. Sus convicciones no merecerían estos adjetivos si recurriesen a otros métodos.
Alzamientos análogos a los que acabo de citar son sólo posibles cuando es el espíritu de las masas el que los produce. Los déspotas más absolutos no podrían causarlos. Cuando los historiadores nos dicen que la masacre de San Bartolomé fue la obra de un rey, demuestran ser tan ignorantes de la psicología de las masas como de la de los soberanos. Manifestaciones de este orden sólo pueden proceder del espíritu de las masas. El poder más absoluto del monarca más despótico apenas si podrá hacer más que acelerar o retardar el momento de su aparición. La masacre de San Bartolomé, o las guerras religiosas, fueron tan escasamente obra de reyes, como el reino del Terror la obra de Robespierre, Danton o Saint Just. En el fondo de estos eventos siempre se hallará operando el espíritu de las masas y nunca el poder de los poderosos.
GUSTAVE LE BON
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