La máquina de la verdad nos asalta. Es díficil que no termine apareciendo, colándose por cualquier “zapeo” imprudente o por la igualmente imprudente costumbre de ver uno de esos programas televisivos hechos con recortes de todos los demás (y digo imprudente porque no sabe uno nunca lo que se va a encontrar). El caso es que, por los motivos que sean, la máquina de la verdad se ha puesto de moda, y se ha convertido en el juez de la vida social/económica/política, ya que por ella han desfilado personajes de la más diversa índole. El prodigioso mecanismo nos ayuda a dilucidar dos cuestiones imprescindibles para nuestras vidas: primera, qué ocurrió de verdad, y, segunda, si fulanito o zutanita son o no unos mentirosos. Saber, en definitiva, si nos podemos fiar de la juani, el paco, la chari o el peri cuando nos los crucemos en la cola del super, o cuando coincidamos tomándonos un café. Si hubo acostamiento o agresión, si explotaron las bolsas de los billetes o si las culpa de todo fue de los pechos siliconados. Independientemente de modas, y de que se diga para justificarla que se acepta en los juicios de EEUU (cosa que me gustaría confirmara algún abogado especializado), hay una cuestión que, esta vez sí, no se puede dejar de lado: la máquina de la verdad descasa sobre una teoría falsa de la verdad.
La teoría es bien sencilla: después de charlar x tiempo con una persona se pueden medir sus constantes vitales (tensión arterial, sudoración, frecuencia cardiaca…) y ver cómo reaccionan estas a la mentira. Llegado al plató, a ese gran teatro del mundo que son hoy las televisiones, el personaje en cuestión responde las preguntas y la máquina nos dice cómo reacciona mientras responde, de modo que podemos saber si miente o dice la verdad. Desde un punto de vista filosófico, esta teoría descansa sobre un principio básico: la subjetivización moderna del conocimiento. Dicho de otra forma: es verdad lo que para el individuo es verdad. Si Jack el destripador tuviera el suficiente grado de cinismo, podría convencerse a sí mismo de que jamás asesinó a ninguna prostituta y hubiera conseguido salir absuelto del juicio de la máquina de la verdad (probablemente no del juicio de un tribunal competente, claro). Y es que es evidente que no siempre es verdad aquello que uno piensa que lo es, y que, además, nuestra memoria reconstruye nuestro pasado de una forma partidista: nos convencemos de que las cosas fueron como nosotros lo pensamos hasta el punto que sin pestañear (ni sudar, ni sufrir hipertensión…) podríamos cantar al mundo nuestras verdades.
La falacia de la máquina es tan grande que su éxito sorprende. Sentemos ante ella a una persona fría, calculadora, capaz de mantener el tipo aún cuando se miente. La máquina, con toda probabilidad, nos dirá que es un bendito, una persona íntegra que siempre dice la verdad. Sentemos, por ejemplo, a una persona que no sepa demasiado de filosofía. Preguntémosle si Hegel escribió la fenomenología. Dirá sí o no, sin perturbarse, le dará absolutamente igual. Su cuerpo no sufrirá reacción alguna ante una pregunta irrelevante. Y que, si algo hemos aprendido después de toda la modernidad, es que la verdad no puede ser sólo “mi verdad”, que aquella subjetivización debe ser, de algún modo, salvable. Que la máquina sea un juguete que da “juego” (nunca mejor dicho) y espectáculo a nivel televisivo no la convierte en una herramienta seria y rigurosa. Y ni aunque venga el mayor experto del mundo y me diga que se utiliza en los juicios norteamericanos le devolveré a semejante engendro un ápice de credibilidad. Si los estadounidenses aceptan sus veredictos, peor para ellos. Sería sencillemente una demostración de su ignorancia (en este caso, filosófica).
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