Cuando se quiere exaltar a una masa por un corto período de tiempo, inducirla a cometer un acto de cualquier naturaleza – saquear un palacio, o morir en defensa de una fortaleza o una barricada, por ejemplo – hay que actuar sobre la masa por medio de sugestiones rápidas entre las cuales el ejemplo es el de más poderoso efecto. Para lograr este fin, sin embargo, es necesario que la masa haya sido previamente preparada por ciertas circunstancias y, sobre todo, que quien desea operar sobre ella posea la cualidad que se estudiará más adelante y a la cual le he dado el nombre de prestigio.
Sin embargo, cuando el propósito es el de imbuir la mente de una masa con ideas y creencias – por ejemplo, con teorías sociales modernas – los conductores recurren a expedientes diferentes. Los principales de ellos son tres y se definen claramente: afirmación, repetición, contagio. Su acción es algo lenta, pero sus efectos, una vez producidos, resultan muy duraderos.
La afirmación pura y simple, mantenida libre de todo razonamiento y de toda prueba, es uno de los medios más seguros de hacer que una idea entre en la mente de las masas. Mientras más concisa sea la afirmación, mientras más carente de cualquier apariencia de prueba y demostración, mayor peso tendrá. Los libros religiosos y los códigos legales de todas las épocas siempre recurrieron a la afirmación simple. Estadistas en tren de defender una causa política y comerciantes promoviendo la venta de sus productos mediante anuncios, están todos familiarizados con el valor de la afirmación.
Sin embargo, la afirmación no tiene influencia real a menos que sea constantemente repetida y, en la medida de lo posible, en los mismos términos. Creo que fue Napoleón quien dijo que hay una sola figura en retórica que tiene verdadera importancia: la repetición. La cosa afirmada se fija por repetición en la mente de tal manera que al final es aceptada como si fuese una verdad demostrada.
La influencia de la repetición sobre las masas se hace comprensible cuando se ve el poder que ejerce sobre las mentes más ilustradas. Este poder se debe a al hecho que la afirmación repetida se incrusta a la larga en aquellas profundas regiones de nuestro ser inconsciente en las cuales se forjan las motivaciones de nuestros actos. Al cabo de cierto tiempo ya hemos olvidado quién fue el autor de la afirmación repetida y terminamos por creerla. A esta circunstancia obedece el asombroso poder de los avisos. Cuando hemos leído cien, mil veces que el chocolate X es el mejor, nos imaginamos haberlo oído en muchos lugares y terminamos adquiriendo la certeza de que así es. Después de haber leído mil veces que el polvo de Y ha curado a las personas más ilustres de las enfermedades más agudas, nos sentimos tentados por lo menos a probarlo si sufrimos una enfermedad de características similares. Si siempre leemos en los mismos diarios que A es un corrupto total y que B es un hombre absolutamente honesto, terminamos convencidos de que es verdad, a menos que, por supuesto, se nos dé a leer otro diario de tendencia contraria en el cual las calificaciones se hallen invertidas. Sólo la afirmación y la repetición son lo suficientemente poderosas como para combatirse mutuamente.
Cuando una afirmación ha sido suficientemente repetida y hay unanimidad en esta repetición – como ha ocurrido en el caso de ciertas famosas operaciones financieras lo suficientemente ricas como para comprar todo apoyo – se forma lo que se llama una opinión establecida e interviene el poderoso mecanismo del contagio. Ideas, sentimientos, emociones y creencias poseen en las masas un poder de contagio tan intenso como el de los microbios. Este fenómeno es muy natural, ya que es observable hasta en animales cuando están juntos en gran número. Si en un establo un caballo comienza a morder a su dueño, los demás caballos lo imitarán. El pánico que ha atacado a unas pocas ovejas pronto se contagiará a todo el rebaño. En el caso de seres humanos apiñados en una muchedumbre, todas las emociones son fuertemente contagiosas, lo cual explica el carácter súbito de los pánicos. Desórdenes mentales, como la locura, son en si mismos contagiosos. Es notoria la frecuencia de la locura entre médicos que son especialistas en demencia. Más aún, hay formas de desorden mental recientemente descriptas – la agorafobia por ejemplo – que son transmisibles del hombres a los animales.
Para que los individuos sucumban al contagio no es indispensable su presencia simultánea en el mismo lugar. La acción del contagio puede hacerse sentir a la distancia bajo la influencia de eventos que le otorgan a todas las mentes una tendencia precisa y las características peculiares de las masas. Este es especialmente el caso cuando las mentes de las personas han sido preparadas para someterse a la influencia en cuestión por aquellos factores remotos que he estudiado más arriba. Un ejemplo de ello es el movimiento revolucionario de 1848 el cual, después de estallar en París, se extendió rápidamente por gran parte de Europa y sacudió a numerosos tronos.
La imitación, a la que tanta influencia se le atribuye en los fenómenos sociales, no es, en realidad, más que un simple efecto del contagio. Habiendo expuesto su influencia en otro lugar, me limitaré a reproducir lo que manifesté sobre el tema hace quince años. Desde entonces, mis observaciones han sido desarrolladas por otros autores en publicaciones recientes.
“El hombre, como los animales, posee una tendencia natural a la imitación. La imitación es una necesidad para él, siempre que la imitación sea bastante fácil. Es esta necesidad lo que hace tan poderosa la influencia de lo que se llama la moda. Tanto si es cuestión de opiniones, ideas, manifestaciones literarias, o simplemente de vestimentas, ¿cuántas personas son lo suficientemente audaces para ir en contra de la moda? Las masas son guiadas por ejemplos y no por argumentos. En todo período existe un pequeño número de individualidades que actúan sobre el resto y son imitados por la masa inconsciente. Es necesario, sin embargo, que estas individualidades no se hallen en un desacuerdo demasiado pronunciado con las ideas preexistentes. Si lo estuviesen, el imitarlas sería demasiado difícil y su influencia sería nula. Por esta misma razón también los europeos, a pesar de todas las ventajas de su civilización, tienen una influencia tan insignificante sobre los pueblos orientales; se diferencian de ellos en una medida demasiado grande. (Los orientales copiaron nuestra tecnología y no nuestra cultura sencillamente porque nuestra tecnología era más útil y más fácil de copiar. Ahora algunas modas en Occidente tratan de copiar la cultura de ellos porque, en nuestra decadencia cultural, la de ellos nos resulta más simple, más sencilla y más fácil a nosotros. (N. del T.))
“La acción dual del pasado y la imitación recíproca hacen, en el largo plazo, tan similares a todas las personas de un país y de una misma época que, incluso en el caso de individuos que parecerían destinadas a escapar de esta influencia, tales como filósofos, personas instruidas y hombres de letras, el pensamiento y el estilo presentan un aire familiar que permite reconocer inmediatamente la época a la cual pertenecen. No es necesario hablar durante mucho tiempo con un individuo para obtener un conocimiento exhaustivo sobre qué es lo que lee, sus ocupaciones habituales y el entorno en el cual vive.”
El contagio es tan poderoso que impone a ciertos individuos no solamente determinadas opiniones sino también ciertas modas en el sentimiento. El contagio es la causa del rechazo que determinadas obras producen en cierto momento – el caso de “Tannhäuser” puede ser citado – las cuales, unos pocos años más tarde, son admiradas por la misma razón y por los mismos que más las criticaban.
Las opiniones y las creencias de las masas son especialmente propagadas por contagio, pero nunca por razonamiento. Las concepciones actualmente predominantes entre las clases trabajadoras han sido adquiridas en las tabernas y son el resultado de afirmaciones, repeticiones y contagios siendo que, en realidad, el modo en que surgen las creencias de las masas de todas las épocas apenas si ha sido jamás distinto. Renan instituye con certeza una comparación entre los primeros fundadores del cristianismo y “los trabajadores socialistas difundiendo sus ideas de taberna en taberna”; mientras que Voltaire ya había observado en relación con la religión cristiana que “por más de cien años sólo fue abrazada por la chusma más vil.”
Se observará que en los casos análogos a los que acabo de citar, el contagio, después de haber operado sobre las clases populares, se extendió a las clases más altas de la sociedad. Esto es lo que vemos ocurrir actualmente con las doctrinas socialistas que están empezando a ser sostenidas por quienes serán sus primeras víctimas. El contagio es una fuerza tan poderosa que hasta el sentido del interés personal desaparece bajo su influencia.
Esta es la explicación al hecho de que toda opinión adoptada por el populacho siempre tiende a implantarse con gran vigor en los estratos sociales más altos, por más obvia que sea la absurdidad de la opinión triunfante. Esta reacción de las clases bajas sobre las altas es tan curiosa por la circunstancia de que las creencias de la masa siempre tienen su origen, en mayor o en menor medida, en alguna idea superior que muchas veces ha quedado sin influencia en la esfera en la cual ha surgido. Líderes y agitadores, subyugados por esta idea, se aferran a ella, la distorsionan y crean una secta que la distorsiona de nuevo, luego de lo cual la propagan entre las masas que llevan la deformación aún más lejos. Una vez convertida en verdad popular, la idea en cierto modo vuelve a sus fuentes y ejerce una influencia sobre la clase superior de una nación. A la larga es la inteligencia la que le da forma al destino del mundo, pero de un modo muy indirecto. Los filósofos que desarrollan ideas se can convertido en polvo hace rato para cuando, como resultado del proceso que acabo de describir, el fruto de sus reflexiones termina por triunfar.
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