Existe un estrecho paralelo entre las características anatómicas y psicológicas de los seres vivientes. Entre estas características anatómicas se encuentran ciertos elementos invariables, o sólo levemente variables, para cuyo cambio se requiere el transcurso de eras geológicas. Al lado de estas características fijas, indestructibles, se encuentran otras extremadamente cambiantes que el arte del criador o el hortelano pueden modificar con facilidad y a veces a tal extremo de ocultar las características fundamentales a un observador completamente desprevenido.
El mismo fenómeno se observa en el caso de características morales. Al lado de los elementos psicológicos inalterables de una raza, se encuentran elementos móviles y cambiantes. Por esta razón, al estudiar las creencias y las opiniones de un pueblo, siempre se detecta la presencia de un basamento fijo sobre el cual se extienden opiniones tan cambiantes como la arena superficial sobre una roca.
Las opiniones y las creencias de las masas pueden ser divididas, entonces, en dos clases muy diferentes. Por un lado tenemos las grandes creencias permanentes que perduran por varios siglos y sobre las cuales toda una civilización puede descansar. Tales fueron en el pasado, por ejemplo, el feudalismo, la cristiandad y el protestantismo, y tales son en nuestro tiempo el principio nacional y las ideas democráticas y sociales. Por el otro lado, están las opiniones transitorias, cambiantes, resultantes, por regla, de concepciones generales, a las cuales toda época ve nacer y desaparecer. Ejemplos de ellas son las teorías que modelan la literatura y las artes – aquellas, por ejemplo, que produjeron el romanticismo, el naturalismo, el misticismo, etc. Opiniones de este orden son, por regla general, tan superficiales y cambiantes como la moda. Pueden ser comparadas con las ondas que incesantemente aparecen y desaparecen en la superficie de un lago profundo.
Las grandes creencias generalizadas son muy restringidas en número. Su surgimiento y caída marcan los puntos culminantes de la Historia de cada raza histórica. Constituyen el verdadero marco de la civilización.
Es fácil imbuir la mente de las masas con una opinión pasajera, pero muy difícil implantar en ellas una creencia perdurable. Sin embargo, una creencia como esta última, una vez establecida, es igualmente difícil de desarraigar. Por lo general, sólo puede ser cambiada al precio de violentas revoluciones. Y hasta las revoluciones pueden servir sólo cuando la creencia ha perdido casi completamente su influencia sobre las mentes de los hombres. En un caso así, las revoluciones sirven para terminar de barrer a un lado aquello que ya ha sido casi desechado pero que la fuerza del hábito impide abandonar por completo. El comienzo de una revolución es, en realidad, el fin de una creencia.
El momento preciso en que una gran creencia es condenada resulta fácilmente reconocible; es el momento en que su valor comienza a ser cuestionado. Toda creencia general, siendo poco más que una ficción, sólo puede sobrevivir bajo la condición de que no sea sujeta a examen.
Pero, aún cuando una creencia se halle severamente sacudida, las instituciones a las cuales ha dado lugar retienen su fuerza y desaparecen sólo lentamente. Finalmente, cuando la creencia ha perdido completamente su poder, todo lo que descansaba sobre ella pronto se convierte en ruinas. Hasta ahora, una nación jamás fue capaz de cambiar sus creencias sin quedar al mismo tiempo condenada a transformar todos los elementos de su civilización. La nación continúa este proceso de transformación hasta que ha dado a luz y aceptado una nueva creencia general. Hasta este punto, estará forzosamente en un estado de anarquía. Las creencias generales son los pilares indispensables de las civilizaciones; determinan la tendencia de las ideas. Sólo ellas son capaces de inspirar la fe y de crear un sentido del deber.
Las naciones han sido siempre conscientes de la utilidad de adquirir creencias generales y han entendido inconscientemente que su desaparición sería la señal de su propia declinación. En el caso de los romanos, el culto fanático de Roma fue la creencia que los hizo dueños del mundo, y cuando esa creencia se desgastó, Roma quedó condenada a morir. Y en cuanto a los bárbaros que destruyeron la civilización romana, fue solamente luego de que adquiririeran ciertas creencias comúnmente aceptadas que lograron una cierta medida de cohesión y emergieron de la anarquía.
Evidentemente no es por nada que las naciones siempre han manifestado intolerancia en la defensa de sus opiniones. Esta intolerancia, por más abierta que esté a la crítica desde el punto de vista filosófico, represente en la vida de un pueblo la más necesaria de las virtudes. Fue por fundar o sostener creencias generales que tantas víctimas fueron enviadas a la hoguera en la Edad Media y tantos inventores e innovadores murieron en la desesperación aún cuando hayan escapado del martirio. También es en defensa de tales creencias que el mundo ha sido el escenario de los más graves desórdenes y que tantos millones de hombres han muerto y seguirán muriendo sobre el campo de batalla.
Existen grandes dificultades en la manera de establecer una creencia general, pero, cuando la misma está definitivamente implantada, su poder es invencible por un largo tiempo y se impone sobre las más luminosas inteligencias por más falsa que sea filosóficamente. ¿No han acaso los pueblos europeos considerado incontrovertibles por más de quince siglos leyendas religiosas que, examinadas de cerca, eran tan bárbaras como las de Moloch? El pavoroso absurdo de la leyenda de un Dios que se toma venganza por la desobediencia de una de sus criaturas inflingiendo horribles torturas a su hijo ha permanecido sin ser percibida durante muchos siglos. Genios tan potentes como un Galileo, un Newton y un Leibnitz nunca supusieron ni por un instante que la verdad de tales dogmas podría llegar a ser cuestionada. No hay nada que pueda ser más carácterístico del efecto hipnótico de las creencias generales que este hecho, pero, al mismo tiempo, nada puede marcar más decisivamente las humillantes limitaciones de nuestra inteligencia.
Tan pronto como un nuevo dogma es implantado en la mente de las masas, se convierte en la fuente de inspiración de la cual evolucionan sus instituciones, sus artes y su modo de existencia. Bajo estas circunstancias, el influjo que ejerce sobre la mente de los hombres es absoluto. Los hombres de acción no tienen pensamiento alguno más allá del de realizar la creencia aceptada, los legisladores no van mas allá de aplicarla mientras que filósofos, artistas y hombres de letras se ocupan solamente de expresarla bajo varias formas.
De la creencia fundamental pueden surgir ideas accesorias pasajeras, pero siempre llevarán la impronta de la creencia de la cual han surgido. La civilización egipcia, la civilización europea de la Edad Media, la civilización musulmana de los árabes, son todas el resultado de un pequeño número de creencias religiosas que han dejado su huella hasta en los menos importantes elementos de estas civilizaciones permitiendo así su inmediato reconocimiento.
Es así que, gracias a las creencias generales, los hombres de todas las épocas están envueltos en una red de tradiciones, opiniones y costumbres que los vuelven semejantes y de cuyo yugo no pueden liberarse. Las personas son guiadas en sus conductas sobre todo por sus creencias y por las costumbres que son la consecuencia de esas creencias. Estas creencias y costumbres regulan los más pequeños actos de nuestra existencia y el espíritu más independiente no puede escapar a su influencia. La tiranía ejercida inconscientemente sobre la mente de los hombres es la única tiranía real porque no puede ser combatida. Tiberio, Gengis Khan y Napoleón fueron seguramente grandes tiranos pero, desde la profundidad de sus tumbas, Moisés, Buda, Jesús y Mahoma han ejercido sobre el alma humana un despotismo por lejos más profundo. Una conspiración puede derrocar a un tirano, pero ¿qué puede hacer contra una creencia firmemente establecida? En su violenta lucha contra el Catolicismo Romano, la Revolución Francesa ha sido derrotada y esto a pesar del hecho que la simpatía de la masa estaba aparentemente de su lado, y a pesar de haber recurrido a medidas destructivas tan despiadadas como las de la Inquisición. Los únicos verdaderos tiranos que la humanidad ha conocido han sido siempre el recuerdo de sus muertos y las ilusiones que se ha forjado.
El absurdo filosófico que con frecuencia distingue a las creencias generales nunca ha sido un obstáculo para su triunfo. Más aún: el triunfo de tales creencias parecería imposible sin la condición de ofrecer algún absurdo misterioso. Consecuentemente, la evidente debilidad de las creencias socialistas de la actualidad no impedirá que triunfen entre las masas. Su real inferioridad frente a todas las creencias religiosas consiste solamente en que el ideal de felicidad prometido por estas últimas, al ser realizable tan sólo en una vida futura, ha estado más allá del poder de refutación de cualquiera. El ideal socialista de felicidad, al estar orientado a ser concretado sobre la tierra, hará que la vanidad de sus promesas aparezca ni bien se realicen los primeros esfuerzos por realizarlo y, simultáneamente, la nueva creencia perderá enteramente su prestigio. Su fuerza, por consiguiente, sólo crecerá hasta el día en que, habiendo triunfado, comience su realización práctica. Por esta razón, mientras la nueva religión ejerce al comienzo, como todas las que la han precedido, una influencia destructiva, en el futuro no será capaz de jugar un papel creativo.
Las opiniones variables de las masas.
Sobre el sustrato de creencias fijas cuyo poder acabamos de demostrar, se encuentra una capa superior en la que opiniones, ideas y pensamientos surgen y mueren incesantemente. Algunas existen tan sólo por un día, otras, más importantes, apenas si sobreviven a una generación. Ya hemos destacado que los cambios que sobrevienen en las opiniones de este orden son a veces mucho más superficiales que reales y que siempre están influidos por consideraciones raciales. Al examinar, por ejemplo, las instituciones políticas de Francia mostramos como partidos en apariencia muy diferentes – realistas, radicales, imperialistas, socialistas, etc. – poseen un ideal absolutamente idéntico y que este ideal depende exclusivamente de la estructura mental de la raza francesa puesto que un ideal bastante contrario se encuentra bajo nombres análogos entre otras razas. Ni los nombres dados a las opiniones, ni sus engañosas adaptaciones alteran la esencia de las cosas. Los hombres de la Gran Revolución, saturados de literatura latina, quienes (con los ojos fijos en la república de Roma) adoptaron sus leyes, sus fasces, y sus togas, no se convirtieron en romanos por estar bajo el imperio de una poderosa sugestión histórica. La misión del filósofo es la de investigar qué es lo que subsiste de las creencias antiguas debajo de sus aparentes cambios e identificar, entre el flujo móvil de las opiniones, la parte determinada por las creencias generales del genio de la raza.
En ausencia de esta verificación filosófica se podría suponer que las masas cambian sus creencias políticas y religiosas en forma caprichosa y a voluntad. Toda la Historia, sea ésta política, religiosa o artística, parece probar que éste es el caso.
Como ejemplo, tomemos un período muy corto de la Historia francesa, tan sólo el de 1790 hasta 1820, un período de treinta años de duración, el de una generación. En su transcurso vemos a la masa, monárquica al principio, volverse muy revolucionaria, luego muy imperialista y otra vez muy monárquica. En materia de religión oscila durante el mismo lapso de tiempo desde el catolicismo al ateísmo, luego hacia el deísmo y después regresa a las más pronunciadas formas de catolicismo. Estos cambios tienen lugar no sólo en las masas sino también entre quienes las dirigen. Observamos con asombro a los hombres prominentes de la Convención, a los enemigos jurados de los reyes, hombres que no querían tener ni dioses ni amos, convertirse en humildes sirvientes de Napoleón, y después, bajo Luis XVIII, llevar velas devotamente en procesiones religiosas.
Numerosos, también, son los cambios en las opiniones de las masas durante el transcurso de los siguientes setenta años. La “Pérfida Albión” de principios de siglo es el aliado de Francia bajo el sucesor de Napoleón. Rusia, dos veces invadida por Francia y que asistió con satisfacción a los reveses franceses, se convierte en su amiga.
En literatura, arte y filosofía, las evoluciones sucesivas de la opinión son aún más rápidas. Romanticismo, naturalismo, misticismo etc. surgen y decaen sucesivamente. El artista y el escritor aplaudidos ayer, son tratados mañana con profundo desagrado.
Sin embargo, cuando analizamos todos estos cambios aparentemente tan extensos, ¿qué encontramos? Todos los que están en oposición con las creencias generales y los sentimientos de la raza son de duración efímera, y la corriente desviada pronto vuelve a su cauce. Las opiniones que no se vinculan con ninguna creencia general o sentimiento de la raza y que, por lo tanto, no pueden tener estabilidad, están a merced de cualquier casualidad, o bien, si se prefiere, de cualquier cambio en las circunstancias. Formadas por sugestión y contagio, son siempre momentáneas; florecen y desaparecen e veces tan rápidamente como los médanos formados por el viento en la costa del mar.
En la actualidad, las opiniones variables de las masas son más numerosas que nunca y esto por tres diferentes razones.
La primera es que las antiguas creencias están perdiendo su influencia en un grado cada vez mayor. Están dejando de formar las opiniones efímeras del momento de la manera en que lo hacían en el pasado. El debilitamiento de las creencias generales despeja el terreno para la aparición de opiniones caprichosas que no tienen ni pasado ni futuro.
La segunda razón es que el poder de las masas, estando en aumento y cada vez menos contrabalanceado, hace que la extrema variabilidad de las ideas peculiares de las masas que hemos visto, se pueda manifestar sin freno ni impedimento alguno.
Finalmente, la tercera razón es el reciente desarrollo de la prensa escrita por cuyo intermedio las opiniones más contrarias están siendo continuamente puestas ante la atención de las masas. Las sugestiones que podrían resultar de cada opinión individual son pronto destruidas por sugestiones de un carácter opuesto. La consecuencia es que ninguna opinión consigue arraigar en forma amplia y que la existencia de todas ellas es efímera. En la actualidad, una opinión se desvanece antes de haber podido hallar una aceptación lo suficientemente amplia como para convertirse en general.
Un fenómeno bastante nuevo en la Historia del mundo, y muy característico de la era actual, ha resultado de estas diferentes causas; y me refiero a la impotencia de los gobiernos ante la opinión directa.
En el pasado, y en un pasado no muy distante, la acción de los gobiernos y la influencia de unos pocos escritores y de un número muy pequeño de diarios, constituía el reflejo real de la opinión pública. Hoy en día, los escritores han perdido toda influencia y los diarios sólo reflejan opiniones. En cuanto a los estadistas, lejos de dirigir la opinión, su único afán es el de seguirla. Tienen temor a la opinión, en una medida que a veces se convierte en terror, lo cual hace que adopten una línea de conducta esencialmente inestable.
La opinión de las masas tiende, así, más y más a convertirse en el supremo principio orientador de la política. Hoy en día llega tan lejos como para forzar alianzas, tal como ha sido recientemente el caso de la alianza franco-rusa, que es tan sólo el resultado de un movimiento popular. Un síntoma curioso de los tiempos actuales es el observar como papas, reyes y emperadores consienten en ser entrevistados a fin de tener un medio para someter sus opiniones sobre un asunto determinado al juicio de las masas. Antes podrá haber sido correcto decir que la política no era una cuestión de sentimientos. ¿Puede lo mismo decirse en la actualidad cuando la política está cada vez más al arbitrio de masas cambiantes a las que no es posible influenciar por la razón y que sólo pueden ser guiadas por sentimientos?
En cuanto a la prensa que antes solía dirigir a la opinión, se ha tenido que humillar, al igual que los gobiernos, ante el poder de las masas. Detenta, sin duda, una influencia considerable pero sólo porque es exclusivamente el reflejo de las opiniones de las masas y de sus incesantes variaciones. Convertida en mera agencia de suministro de información, la prensa ha renunciado a todo intento de imponer una idea o una doctrina. Sigue todos los cambios del pensamiento público, obligada a hacerlo por las necesidades de la competencia so pena de perder a sus lectores. Los antiguos y formales órganos influyentes del pasado, tales como el Constitutionnel, el Debats, o el Siecle, que fueron aceptados como oráculos por la generación anterior, o bien han desaparecido o bien se han convertido en diarios típicamente modernos en los cuales un máximo de noticias se halla comprimido entre artículos livianos, chismes sociales y nebulosas financieras. No podría ni pensarse en la actualidad de un diario lo suficientemente adinerado como para permitir a sus columnistas el ventilar sus opiniones personales y esas opiniones tendrían escaso peso para lectores que sólo piden ser informados o entretenidos y que sospechan de toda afirmación que está sugerida por motivos especulativos. Incluso los críticos han cesado de ser capaces de asegurar el éxito de un libro o de una obra de teatro. Son capaces de hacer daño, pero no de brindar un servicio. Los diarios son tan conscientes de la inutilidad de cualquier cosa que tenga la forma de crítica o de opinión personal, que han llegado al punto de suprimir la crítica literaria limitándose a citar el título del libro, agregando un “copete” de dos o tres líneas. Dentro de veinte años, el mismo destino le sobrevendrá probablemente a la crítica teatral.
La observación atenta del curso de la opinión se ha convertido, no casualmente, en la principal preocupación de la prensa y de los gobiernos. Lo que desean saber inmediatamente es el efecto producido por un acontecimiento, una propuesta legislativa, un discurso; y la tarea no es fácil porque nada hay más móvil y cambiante que el pensamiento de las masas, y nada más frecuente que el verlas execrar hoy lo que han aplaudido ayer.
Esta total ausencia de cualquier clase de dirección de la opinión y, simultáneamente, la destrucción de creencias generales tiene por resultado final una extrema divergencia de convicciones de toda índole y una indiferencia creciente de parte de las masas hacia todo lo que no toca claramente sus intereses inmediatos. Las cuestiones de doctrina, tales como el socialismo, solamente reclutan campeones que peroran convicciones genuinas entre las clases bastante iletradas; entre los trabajadores de las minas y de las fábricas, por ejemplo. Los miembros de la clase media baja y los trabajadores que poseen algún grado de instrucción, se han vuelto o bien profundamente escépticos, o bien extremadamente inestables en sus opiniones.
La evolución que ha tenido lugar en esta dirección durante los últimos veinticinco años es impactante. Durante el período anterior, por más cerca de nosotros que esté, las opiniones todavía tenían una tendencia general; tenían su origen en la aceptación de alguna creencia fundamental. Por el simple hecho de ser monárquico, un individuo poseía inevitablemente ciertas ideas claramente definidas en materia de Historia así como de ciencia, mientras que por el sólo hecho de ser republicano sus ideas eran bastante opuestas. Un monárquico era bien consciente de que los hombres no descienden del mono y un republicano no era menos consciente de que ése era el verdadero origen del hombre. Era el deber de todo monárquico hablar con horror y el de todo republicano el hablar con veneración de la Gran Revolución. Había ciertos nombres, como los de Robespierre y de Marat, que debían ser pronunciados con un aire de religiosa devoción, y otros nombres, como los de César, Augusto o Napoleón, que jamás debían ser nombrados sin el acompañamiento de un torrente de invectivas. Hasta en la Sorbona francesa estuvo generalizada esta infantil moda de concebir la Historia.
En la actualidad, como resultado de la discusión y el análisis, todas las opiniones están perdiendo su prestigio; sus características distintivas se gastan rápidamente y pocas sobreviven con capacidad de despertar nuestro entusiasmo. El hombre de los tiempos modernos es más y más presa de la indiferencia.
El desgaste general de las opiniones no debería deplorarse demasiado. No es posible rebatir que constituye un síntoma de decadencia en la vida de un pueblo. Es cierto que los hombres dotados de una visión inmensa, casi sobrenatural, que apóstoles, líderes de masas – en una palabra: hombres de convicciones fuertes y genuinas – ejercen una influencia mucho mayor que los hombres que niegan, que critican o que son indiferentes. Pero no debe olvidarse que, dado el poder detentado actualmente por las masas, si una única opinión adquiriese tanto prestigio como para forzar su aceptación general, pronto estaría dotada de un poder tan tiránico que todo tendría que inclinarse ante ella y la era de la libre discusión se cerraría por largo tiempo. Las masas ocasionalmente son amos condescendientes, como lo fueron Heliogábalo y Tiberio, pero también son violentamente caprichosas. Una civilización, llegado el momento en que las masas se le imponen, se encuentra a merced de demasiados riesgos para durar por mucho tiempo. Si habría algo que puede posponer por un tiempo la hora de su ruina, esto sería precisamente la extrema inestabilidad de las opiniones de las masas y su creciente indiferencia respecto de todas las creencias generales.
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