Vamos aquí a ocuparnos de algunas características de la ética que exhiben y gustan exhibir algunos sujetos perversos, así como de la manera en que su postura ética se imbrica con una suerte de doctrina de los placeres y haremos-¡cómo evitarlo!- una comparación con los sujetos neuróticos y psicóticos.
La distinción entre placer y goce tal como la utilizamos hoy en día por influjo de Lacan no existe en Freud, quien sí usa ampliamente ambos términos, Lust y Genub, disponibles en la lengua alemana. Freud no los opone a la manera lacaniana, sino que, más bien, los emplea casi indistintamente e, incluso, los va a aparear con otros opuestos. Un par de opuestos muy conocido es el de placer/displacer (Lust/Unlust), como dos principios del funcionamiento mental, y el otro es el de goce/trabajo (Genub/Arbeit), tal como aparece en El porvenir de una ilusión. En dicho texto, Freud imagina tímidamente una sociedad futura en la que la cultura no será impuesta a los sujetos por la violencia sino por el amor y en la que estarán reunidos por fin sin contradicción el placer y el trabajo.
Para Lacan, en cambio, hay una oposición clara entre placer y goce (jouissance). El placer, como Principio de Placer, está del lado de la neurosis y condena al neurótico a una perpetua búsqueda del objeto perdido (objet perdu) de la mítica y freudiana experiencia de satisfacción (Befriedigungserlebnis). Lo importante es que, en la neurosis, el objeto primitivo- que Lacan denominará la Cosa- está irremediablemente perdido a causa de que la metáfora paterna ha relegado al Significante materno bajo la barra de la represión (Verdrängung). Por ello es que el amor se vuelve imprescindible, pues permite al sujeto reencontrar, aunque sea imaginariamente, dicho objeto perdido o, al menos, un sucedáneo equivalente. El amor se nutre de la sublimación y es por tal motivo que Lacan dice de esta última que consiste en “elevar un objeto cualquiera a la dignidad de la Cosa”. La sublimación es, como se ve, un quid pro quo, tomar una cosa por otra, por la Cosa, sólo que- pequeño detalle- dicha confusión cambia el signo del encuentro con el objeto, que de ser ominoso y angustiante pasa a ser egosintónico y placentero. En otro lugar (Seminario 7), Lacan relaciona el Principio de Placer con la noción aristotélica de autómaton, término que conviene traducir como “espontaneidad”, una especie de azar más allá de toda intención expresa por parte de un sujeto. Esto quiere decir que el Principio de Placer funciona en el sujeto sin deliberación e independientemente de su voluntad; busca su objeto erótico sin saber a ciencia cierta qué es lo que busca ni porqué encuentra lo que encuentra. En Freud (La Dinámica de la Transferencia, 1912), encontramos también la idea de que emergemos de la infancia con un Klischee que domina nuestra vida erótica y sentimental y que dicho Klischee será eventualmente la clave y el modelo (Vorbild) de los procesos transferenciales.
El goce, en cambio, está del lado de la psicosis y representa un intento del sujeto de ir más allá de lo que permite el Principio de Placer y alcanzar la Cosa u objeto incestuoso primitivo. Tal tremendidad es posible- por así decir- debido a que la pantalla protectora de la metáfora paterna no se ha instalado en el sujeto y se trata más bien de que éste queda expuesto a la proximidad de la Cosa, que desestabiliza su relación con la realidad consensuada.
La posición subjetiva del perverso
El problema para nosotros surge a partir de una definición paradójica que los lacanianos dan del goce al definirlo por medio de una fórmula que reza: Lust im Unlust, placer en el displacer. Ello implica que el goce (Genub, jouissance) es un tipo de placer y que entre placer y goce no hay oposición excluyente sino una relación de género y especie en la que el placer es el género y el goce una de sus especies. La sorprendente idea de que algo displacentero es buscado por el sujeto como si encontrase en él un placer resulta siempre difícil de explicar, por más que la clínica atestigüe sobradamente que de alguna manera las cosas son así. Masoquismo primario, pulsión de muerte, transferencia negativa, envidia primaria, autodestructividad y el goce lacaniano son los artefactos teóricos que la tradición psicoanalítica ha acuñado para dar cuenta de dichos fenómenos mórbidos. En este sentido, el goce no es privativo de los psicóticos y tropezamos muchas veces con expresiones como “el goce histérico” o “el goce neurótico” que dan a entender que también los neuróticos se aferran a situaciones displacenteras como si encontrasen en ellas alguna indescriptible delicia.
La definición del goce como Lust im Unlust es, entonces, aplicable a todos los seres humanos sin distinción y deberemos buscar una fórmula exclusiva para los psicóticos, tema sobre el que volveremos más adelante. Lo que aquí nos interesa es la posición alcanzada por los perversos en relación al placer, goce o como se lo quiera denominar. Freud admitía que los perversos gozan más que los neuróticos, con lo cual convalidaba lo que los mismos perversos aseguran, a saber, que ellos sí han alcanzado algo así como la cumbre del placer, cosa que los convierte en maestros de la sexualidad y en propietarios de un saber acerca de tales lides muy superior al de los comunes mortales. Freud atribuía tal plus de placer al hecho de que la represión no funcionaría en los perversos tal como lo hace en los sujetos neuróticos, aunque no deja de aclarar que la represión debe ciertamente hallarse presente en ellos: los fetichistas ignoran la significación (Bedeutung) de su fetiche. Tanto, entonces, no saben.
De todos modos, es difícil señalar cuál es la posición del sujeto perverso frente al placer: no hay goce en el sentido de pretensión de alcanzar la Cosa como reza la fórmula para los psicóticos, pero su búsqueda de objetos es tan estereotipada como la de los neuróticos, lo cual obliga a pensar que algún tipo de *autómaton se ha instalado en ellos y que, por tanto, su deseo se halla acotado por alguna figuración de la Ley. Siempre se habla de la identificación del perverso con el freudiano padre de la horda, con un Uno incomparable, que no admite restricciones en su goce. Pero el padre de la horda es el dueño de todas las mujeres, no un sujeto incestuoso que toma posesión de su madre. La figura de la madre está reemplazada por el conjunto equivalente conformado por “todas las mujeres”. El neurótico seguiría una línea de equivalencias cada vez más acotadas: de “todas las mujeres“ pasa a “algunas mujeres” y, finalmente, a “una mujer” leído como “esta mujer” (exogamia, matrimonio monógamo, voto de fidelidad, etc.). En realidad, la toma de posesión de la madre no se verifica nunca y está claro que entre los psicóticos es más bien la madre-Cosa la que se posesiona del hijo y lo controla a piacere.
Según parece, hemos de admitir que esta identificación con el padre primitivo salva al perverso de la Cosa materna y le permite conservar una relación estable con la realidad. Así pues, el perverso de algún modo pretende situarse del lado de un goce irrestricto- dicen ser libres en cuanto a su deseo-, aunque, por otro lado, la rigidez del acto perverso en cada caso es tal que nos conduce a sospechar de sus palabras y nos plantea la necesidad de ponerlas en perspectiva.
Estas dificultades se aclaran un poco cuando vemos cuál es la relación del perverso con la Ley, en cómo se ha verificado en él la metáfora paterna (instalación de una represión en su psiquismo en clave freudiana) y qué avatares sufrió su identificación primaria con el padre primitivo. Dice el marqués de Sade: “cualquier cosa menos el pene en la vagina”[pido disculpas por citar de memoria]. Con ello, marca claramente que sabe muy bien que la Ley moral sexual limita la sexualidad al acto procreador, esto es, al coito heterosexual. Pero se resiste a dicho mandamiento y genera otro exactamente opuesto: la consigna perversa de alguna manera reproduce irónicamente el mandato social y encuentra su razón de ser en su trasgresión. Siguiendo la línea freudiana de la renegación (Verleugnung) de la castración y el horror a la vagina, surge el problema de qué hacer con ésta. En Justine, se propone transformarla en un ano, rellenándola de excrementos y succionándola luego. En La filosofía en el tocador, se opta por una solución más radical. Cuando la madre aparece buscando a su hija, es torturada, ofendida y vejada de mil modos hasta que se llega al acmé del desenfreno en el momento en que los libertinos presentes deciden suturar su vagina, suprimiendo por tal medio la causa última del horror que subyace al goce perverso.
Piera Aulagnier (La estructura perversa) señala que el sujeto perverso ha quedado atascado en el horror a la vagina sin poder transformar el horror inicial en fascinación por medio del juego infantil ( el famoso “juego del doctor”, que no es sino una mutua y reiterada mostración del genital entre niños y niñas). Esto justificaría que se diga que las perversiones son exclusivamente masculinas y que el rol de las mujeres se limita a permanecer en un segundo plano y dirigir las acciones desde las sombras de manera inquietantemente parecida a lo que señalamos más arriba acerca del psicótico y su madre. En Las relaciones peligrosas de Ch. de Laclos, vemos cómo Valmont cree y hace creer que es un seductor invencible para luego caer en la cuenta de que no es más que una marioneta manipulada por la maquiavélica marquesa de Merteuil. Se patentiza cómo ese sujeto supuestamente libre y omniscio trabaja para el goce del Otro, encarnado por la mortífera marquesa, por lo cual vemos también en qué medida Sade acertaba en identificar a la figura de la madre- una madre arcaica y voraz- como el verdadero enemigo que debía enfrentar. En otra parte ya hemos visto cómo la madre del perverso es un desierto de goce y cómo la promesa (Versprechen) del don fálico no se verifica adecuadamente y el futuro perverso tiene que vérselas solo con la resolución del enigma del goce fálico.
El placer perverso
Como consecuencia de lo ya dicho, concluiremos que los placeres de la perversión serán una fiel imagen especular invertida de cuantos placeres se hallen a mano de un neurótico. Mientras el neurótico goza inconscientemente con la renuncia (Verzicht) al objeto perdido y sus síntomas vienen a ser una perpetua conmemoración de dicho acto de desprendimiento, y aun de apostasía, el perverso hará gala de un desenfreno opuesto a la renuncia neurótica. Se ven a sí mismos como seres exuberantes y astutos. Sade se preguntaba cuál era la utilidad de vivir refrenando los impulsos innobles y malvados: lo mejor y más fácil es darles curso y utilizar luego la inteligencia para escapar al castigo. Así como el cristiano ha de imitar a Cristo como ejemplo supremo de sumisión a la Ley y mansedumbre, el perverso se regodeará en la trasgresión y rebeldía ante todo lo instituido y reputado socialmente como valioso. Alguien dijo alguna vez- creo que Racamier- que no hay histéricas en una isla desierta, debido a la falta de un público que asista a la exhibición de sus martirios o que aprecie sus polifacéticos encantos. En realidad, en una isla desierta no hay nadie, lo que se quiere decir es que una Robinsona no tendría ante quién mostrar lo suyo y por ello “lo suyo”, la histeria como espectáculo, perdería su razón de ser. Siguiendo esta idea, tampoco habrá perversos en una isla desierta, puesto que, evidentemente, necesitan a por lo menos un neurótico cerca para marcar sus diferencias y establecer su superioridad. Estos imitadores de Lucifer viven de aquellos a quienes denuestan y a quienes burlan continuamente. No pueden dejar de hacerlo puesto que su posición subjetiva es puramente reactiva y completamente artificiosa. ¿Qué sería de ellos si no pudiesen escandalizar a personas sensatas y “normales”? Para su suerte, eso nunca pasará.
Es frecuente observar que el placer está en muchos perversos como “mentalizado” y considerablemente alejado de cualquier sensación grata producida por el frotamiento de alguna mucosa. El placer en la humillación es un buen ejemplo: Piera Aulagnier lo considera uno de los logros de la perversión: transformar la humillación en valoración narcisista, lo mismo que el dolor en placer, etcétera. Lo que no logra es transformar el horror y por ello lo reproduce adoptando, como decía Freud, una actitud activa en vez de pasiva. La novela gótica del siglo XVIII (época tardía y decadente del movimiento libertino) exaltaba lo horroroso como valor estético y sus heroínas deambulaban desesperadas por lúgubres y húmedas mazmorras y, entre larvas y carnes putrefactas, eran sometidas a crueles tormentos, parodiados por Sade en Justine. El gusto por lo escabroso, presente en todo aquel que se tome el trabajo de hacer un poco de sincera introspección, es llevado al límite y el placer es sacar a la luz y exhibir al detalle estas inconfesables verdades que todo el mundo oculta. El perverso aparece en sus dichos como el que es valiente y se atreve a experimentar placer allí donde se supone que el placer nace, en la maldad. Avanza triunfal allí donde el neurótico retrocede debido al espanto y en esta “valentía” y “superioridad” está sostenido como sujeto. Es, en lo esencial, lo mismo que le pasa a esos moralistas recalcitrantes, tan cercanos a la perversión,: ellos también triunfan- esta vez sobre las exigencias de la carne- allí donde la gente común se tienta y peca. Al igual que los perversos viven de aquellos a los que exhortan y persiguen y su estructuración mental es por completo reactiva y falsa.
Ahora bien, ¿es el arte de los analistas un arte perverso? ¿Se trata en un análisis de contactar al sujeto con sus deseos infantiles y perversos a fin de que éstos sean liberados? ¿Es una ética perversa la tan cacareada ética del psicoanálisis? Son, desde luego, preguntas retóricas puesto que las respuestas son obvias, pero si las hacemos es porque hay efectivamente un tufillo en muchos escritos analíticos en los que, en ocasiones no muy sutilmente, se desliza la idea de que el psicoanálisis es revolucionario, contestatario y subversivo del orden instituido. El psicoanálisis es corrosivo como todo análisis que va de lo superficial (manifiesto) a lo profundo (latente): cualquier saber que profundice en un tema acaba descubriendo que las cosas no resultan ser como parecían inicialmente El psicoanálisis es, pues, corrosivo y en esa corrosión puede caer la revolución, la piedad, la fe o lo que sea, a excepción del lecho de rocas famoso según éste se presente ante cada cual.
Los perversos y los psicoanalistas están habituados a manejarse en ese difícil límite entre el bien y el mal sólo que aquellos proclaman con soberbia su pretensión de haber llegado “hasta el final” de la sexualidad y de la mismísima naturaleza humana, que, por supuesto, es malvada. Pero, ¿es que hay en verdad algo como la “naturaleza humana” o es que, más sencillamente, se trata de la necesidad que toda moral tiene de suponer que el hombre es malo o tiene una predisposición natural a la maldad y debe, por tanto, ser educado y mejorado en forma compulsiva. ¿No era que éramos una tabula rasa al nacer, o bien, si es que hay ideas innatas, no fue Dios mismo quien las inscribió en lo profundo de nuestras almas? En ninguno de ambos casos el mal es un dato inicial inherente a nuestra humana condición, como se pretende asegurar. El perverso se vuelve perverso porque no cree en el bien. El marqués lo dice en alguna parte: no vale la pena producir placer en los demás porque suelen fingirlo hipócritamente, es más seguro producir dolor porque, en ese caso al menos, uno puede estar razonablemente seguro de qué es lo que está produciendo. La hipocresía, el fingimiento y la falta de toda garantía en cuanto a la verdad de lo que se nos dice es lo que arrastra al perverso a la perversidad. No funciona para él el discurso de la promesa (Versprechen) por el cual el niño accede a aplazar (aufschieben) su goce fálico. Lo irónico, lo que se oculta, es que el aplazamiento es necesario por cuanto el goce fálico no está biológicamente al alcance del niño y la pequeña comedia de prometer a cambio de un aplazamiento es un completo artificio en la medida que el padre prometedor pareciera suponer que el goce fálico sí estuviese al alcance del niño. Este vital juego de medias verdades ha de prolongarse por años- una eternidad en la óptica perversa- hasta que el goce fálico ante la mujer puede ser enfrentado por el joven varón. En el perverso, el padre real no funciona como el arquetípico dueño de todas las mujeres ni como inigualable maestro de la sexualidad y no hay, por ende, una verdadera identificación inconsciente con él, sino que el niño lo sustituye y asume, ya en la infancia, ese rol de Gozador absoluto. Y lo hace como puede: básicamente en función de la omnipotencia anal, tal como lo describen tantos trabajos de la escuela kleiniana.
Una digresión pertinente. Ir “hasta el final” en el análisis es todo un tema para los analistas. Freud lo veía como una imposibilidad: la aceptación de la castración encuentra su límite en el famoso “lecho de rocas”, límite en el cual el trépano psicoanalítico se vuelve ineficaz, la transferencia se negativiza y el paciente se las ingenia para dar por terminado el análisis. Lacan, lúcido lector, propone algunas fórmulas (atravesar el fantasma, pasar de la posición de analizante a la de analista, por ejemplo) que permitan pensar un verdadero fin de análisis y superar la decepcionante idea de que los análisis no terminan en verdad sino que simplemente se interrumpen en algún punto más o menos crucial. Hubo una época militante y “perversa” del lacanismo en el que se propalaba alegremente que se podía y que había que ir “hasta el final”, aunque hoy en día tanto optimismo ha retrogradado a posiciones menos ambiciosas.
Lo perverso del perverso, lo dijimos, es la perversidad, esto es, la voluntad plenamente conciente de torcer la ley e incluso la lógica. Y disfrutarlo o, cuando menos, dar a entender- fingir ante su público- que disfruta de esa permanente violación de las reglas. ¿Cuándo cae Valmont de su posición de libertino gozador irresponsable? No cuando lo desafía la marquesa, sino bastante antes, cuando cae enamorado de la Presidenta Tourvel. Al enamorarse, Valmont quiebra la ley del libertino y a partir de allí su caída se vuelve inevitable. No sabe cómo responder al amor de Mme. Tourvel: él sólo sabe seducir, burlar y huir, pero percibe y aprecia el amor que se le brinda. Como Nosferatu, es destruido por el amor de una mujer honesta que lo ama apasionadamente. Cuando Valmont tropieza con una pasión sincera, no sabe cómo resolver su ligazón perversa con la marquesa y pasa a comportarse como un autómata. El amor es lo más detestado y satirizado por los perversos, quienes aprovechan ampliamente dicha necesidad neurótica que no es otra, como lo señalamos más arriba, que la de reencontrar aunque sea un rasgo del objeto perdido primitivo de la mitológica Befriedigungserlebnis.
No hay, entonces, placer alguno en la perversión como no sea el de “contestar” con grandilocuentes goces a los pobres placeres que se hallan al alcance de sus primos neuróticos. Pero, aunque parezca una nimiedad, si se reflexiona con atención, se verá que hay un continente de placeres que explorar y puede decirse que algunos perversos cargan sobre sí la importante función social de ser una suerte de adelantados que vuelven admisibles placeres otrora prohibidos a los neuróticos. Y es menester confesar que también todo neurótico necesita cerca a alguno que pase por perverso para espeluznarse y escandalizarse a gusto y poder decir “yo no soy como ése”. Entre los dos hacen uno, que no es poca cosa.
Juan José Ipar
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- Ética perversa: hedonismo y trasgresión
Publicado por
G.A.
en miércoles, junio 18, 2008 Etiquetas: Perversion
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