El niño corriendo detrás de la pintada mariposa; el salvaje embadurnándose el rostro y prefiriendo telas y utensilios de colores fuertes; la mariposilla voltijeando cerca de la llama hasta que perece en ella; el elefante alargando la trompa hacia el Oriente a la salida del sol; el hombre primitivo rindiendo culto al sol y a las estrellas; las masas populares hincando la rodilla al paso del brillante séquito gubernamental o religioso: el niño, el salvaje, la mariposilla, el elefante, el hombre primitivo, las masas populares obedecen, en este caso, al mismo impulso producido por la influencia que los colores fuertes, los relumbrones, el brillo de los metales ejercen en las almas sencillas. Para estas almas, un dios debe ser algo luminoso, brillante como el sol, como las estrellas, como la luna, como el espejo límpido de un lago, como el fuego que devora a la encina fulminada por el rayo, y, generalizando, todo lo que brilla debe ser grande, debe ser mejor que lo que no deslumbra.
Los pueblos primitivos creyeron que los reyes eran hijos del Sol; después creyeron que eran hijos de Dios; ahora que las ideas religiosas van perdiendo terreno en el cerebro de las masas, los gobernantes -sean presidentes o reyes- deben ser personalidades brillantes, rodeadas de lujo, viviendo en la opulencia. Un pretendiente al trono o a la presidencia, y hasta un simple líder, deben ser igualmente brillantes, no de cerebro, sino exteriormente, porque es bien sabido que solamente las medianias, las insignificancias intelectuales pueden ser líderes.
El líder tiene que marchar con la masa si no quiere renunciar a la gloria de ser conductor de rebaños. El pensador, el filósofo, el revolucionario libertario no pueden ser líderes, porque van adelante de la masa; piensan más alto que la masa, sus demandas son más grandes que las mediocres e incoloras aspiraciones de la masa. El líder no es un avanzado: tiene que ser un conservador para que la masa pueda entenderlo y pueda aceptarlo como jefe; pues es bien conocido, por todos los que han estudiado a las masas, que éstas son conservadoras, que no aceptan las ideas de los innovadores sino hasta que se han hecho viejas las ideas, esto es, cuando ya hay otras nuevas, y así sucesivamente.
El líder, pues, tiene que pensar como las masas. Si por casualidad tiene impulsos generosos, alientos de innovador, tendrá que comprimirlos para que el monstruo no le dé la espalda. Así, pues, el líder tiene que ser un perfecto cómico; tiene que fingir creer y desear lo que la vulgaridad desea y cree. Así, al precio del rebajamiento de su dignidad, magullando sus impulsos más sinceros, estrangulando sus aspiraciones más puras, es como pueden ciertos hombres darse el gustazo de ser líderes, sin contar con las bajas intrigas que tienen que poner en juego para ganar la nada envidiable posición de conductores de rebaños, conductores de nombre, porque en realidad el líder es el arrastrado por las masas a cuyas ideas tiene que amoldar las suyas.
Pero el líder tiene que ser brillante, no de cerebro, que es lo menos que se necesita para ser líder. Tiene que brillar por su riqueza o por su garrulería, esto es, por su elocuencia, o lo que vulgarmente se cree que es la elocuencia. Para que el líder pueda ser admirado por la masa, necesita ser rico, o, cuando menos, charlatán; pero en todo caso tiene que ser una mediania intelectual. La masa no quiere audaces del pensamiento; no quiere innovadores, no quiere verse violentada. Brillo es lo que necesita, porque su espíritu es infantil y sencillo como el del niño, como el del elefante, como el del salvaje, como el de la mariposilla, como el del hombre primitivo. Todo lo que brilla debe ser grande y debe tener poder. Bernardo Reyes, el sombrio carnicero, sedujo en un minuto a las multitudes porque es General, y al mismo tiempo sus aspiraciones son raquiticas. Francisco I. Madero solivianta a las multitudes porque es millonario, y su intelecto no alcanza a volar más alto de lo que puede hacerlo una ave de corral.
Fuera del payaso, el oropel del charlatán, las charreteras del General, los millones del capitalista, el prestigio que para ciertas gentes prestan la alta posición política o social en el mundo de la industria, del comercio y de la iglesia.
Todo líder, en todo tiempo y en todo lugar, dice que encarna las aspiraciones y la voluntad de la masa, y es, en efecto, la encarnación de la vulgaridad y la mediocridad de la masa.
El líder es el espíritu de las masas.
(De Regeneración, 26 de noviembre de 1910).
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