En torno a la «subjetividad» de los periodistas.Una libertad políticamente correcta (hacer lo que se debe hacer). ¿Por qué el discurso mediático parece converger espontáneamente hacia la legitimidad del orden establecido, aportando así una contribución indispensable al mantenimiento del orden social? No hay ningún complot. Las interpretaciones conspirativas resultan francamente insignificantes frente a una realidad obvia. El corporativismo, y la capacidad para incorporar plenamente la ideología de las clases dirigentes, circulan en ciertos sectores de la profesión periodística, generando una comunidad de inspiración que hace inútil la conspiración.
El analista del sistema mediático debería plantearse en principio que los periodistas, en amplios sectores, en su inmensa mayoría, no están maquiavélicamente preocupados por manipular al público para el mayor beneficio de les accionistas de las empresas en particular y de los inversores capitalistas en general. Aunque se comporten como ”condicionadores” de aquellos a los que se dirigen, no es tanto porque tengan la voluntad expresa de condicionarles, sino porque ellos mismos están condicionados hasta un nivel que la mayoría ni sospecha, Al hacer cada uno espontáneamente lo que tiene que hacer – o no haciéndolo –, se pone de acuerdo espontáneamente con todos los demás. Se podría decir, como el poeta Robert Desnos, que responden a la lógica del pelícano: ”El pelícano pone un huevo blanco. Del que sale, inevitablemente, otro que hace lo mismo ”.
Los financieros y los empresarios que controlan (en lo esencial y por distintas razones) los medios de comunicación no tienen generalmente necesidad de dictar a los periodistas lo que deben decir o mostrar. No tienen necesidad de violentar su conciencia ni convertirles en propagandistas. El sentido de la dignidad periodística no les haría sentirse a gusto. Para que la información de prensa esté asegurada lo mejor posible en el mejor de los mundos capitalistas, vale más dejar al personal periodístico que haga libremente su trabajo (salvo circunstancias y casos particulares), o más exactamente, es necesario dejar que tenga la sensación que su trabajo no obedece a otras exigencias, a otras coacciones, que las que imponen las reglas específicas del quehacer periodístico aceptadas por todos. Es necesario remitirse a la ”conciencia profesional”. Para ello basta y sobra confiar las riendas del poder periodístico en las redacciones a hombres y mujeres cualificados generalmente como ”excelentes profesionales”, lo que quiere decir concretamente que no han cesado de dar pruebas de su adhesión a una visión del mundo en la que comparten explícita o implícitamente las creencias fundamentales de sus patronos. Una vez ocupados los puestos superiores con profesionales ideológicamente fiables, no hay más que dejar funcionar el mecanismo de cooptación (abiertamente o de manera encubierta) que asegura una promoción, en uno u otro lugar y que evita, en la mayor parte de los casos, por no decir infaliblemente, que entren zorros en el gallinero y herejes en la misa. Ese mecanismo comienza a funcionar desde la entrada en las escuelas de periodismo y prosigue de manera continuada en las redacciones.
De esa forma los medios de comunicación están sólidamente controlados por una red a la que le basta trabajar ”como lo siente” para trabajar ”como debe hacerlo”, es decir para defender las normas y los valores del modelo dominante, en el que se ha logrado el consenso entre una derecha con ideas averiadas y una izquierda con ideales rotos.
Pero sobre lo que hay que seguir insistiendo es respecto al hecho de que la eficacia de este sistema reposa fundamentalmente en la sinceridad y la espontaneidad de los que hacen el trabajo, incluso aunque ese trabajo implique un cierto grado de automistificación. La información periodística tiene que hacerse tal como se practica, pese a las muchas críticas y reproches bien fundamentados, incluidos los de encerrar a los espíritus en la problemática dominante, incluso en el pensamiento único. Pero hay un reproche que no puede hacerse a los periodistas, salvo en casos particulares: el de no hacer su trabajo de buena fe. Habiendo interiorizado ampliamente la lógica del sistema, se adhieren libremente a lo que se les induce a creer. Actúan de común acuerdo sin tener necesidad de ponerse de acuerdo. Su comunión con las ideas dominantes hace inútil la conspiración.
Y si fuera necesario resumir en pocas palabras su creencia fundamental, se podría decir que creen sinceramente en el balance finalmente positivo de un capitalismo de rostro humano, y creen firmemente que esa creencia no tiene nada de ideológica ni de desfasada. Evidentemente, al igual que sucede con cualquier agente en cualquier ámbito social, su visión de las cosas se caracteriza por una mezcla de dosis variables, según la posición social que se ocupa, de lucidez o de ceguera, de lo que ven y no ven o de meteduras de pata. Por ejemplo, ven bien las innumerables manifestaciones de inhumanidad del orden capitalista en todas las partes en que actúa libremente; pero se niegan a verlas como algo consustancial, inherente, a la esencia misma del capitalismo, para convertirlo en un simple accidente. Hablan de ”disfunciones”, de ”desviaciones”, de ”errores”, de ”excesos”, de ”manzanas podridas”, ciertamente condenables, pero que no comprometen de ninguna manera el principio mismo del sistema que están espontáneamente inclinados a defender.
Una forma objetiva de impostura
De esa manera, condenan sinceramente, por ejemplo, los ”excesos” detestables que, por la competencia entraña, en materia de investigación y de tratamiento de la información-mercancía, la obligación de rentabilidad, el audimat, en resumen, por la lógica del mercado. Pero cuando esa misma lógica supone un desarrollo masivo de empleos precarios en las redacciones, con un contingente creciente de año en año de jóvenes periodistas mal pagados y ”desechables”, explotados de manera bastante indigna por los empresarios (lo que sería comprensible), pero también por muchos de sus jefes y colegas (que lo es menos), esa ”disfunción” no ha provocado hasta ahora ninguna movilización de la profesión comparable a la defensa, por ejemplo, de las deducciones fiscales y otras prebendas, y es significativo que en el transcurso de la gran huelga que afectó en 1999 en Francia a las cadenas de servicio público (grandes consumidoras de trabajo precario) ni una palabra: ni una sola vez se pronunciaron en público sobre este tema.
El campo periodístico, como muchos otros, sólo puede funcionar al precio de lo que es necesario llamar en concreto una forma objetiva de impostura, en el sentido de que no puede hacer lo que hace, contribuir al mantenimiento del orden simbólico, haciéndolo como si no lo hiciese, como si no hubiese más principio que la utilidad pública y el bien común, la verdad y la justicia. ¿Se trata de hipocresía o de santurronería? No. Ningún sistema, sea el que sea, puede funcionar masiva y abiertamente bajo la fórmula de la impostura intencionada y permanente. Se necesita que la gente crea lo que hace y que se adhiera personalmente a una ideología socialmente aceptada.
En este caso, eso no puede consistir en gritar cínicamente: ”¡Viva el reino del dinero-rey, abajo el humanismo arcaico, enriquezcámonos y a la mierda los pobres!”, sino que consiste en considerar de buena fe, aunque sea implícitamente, que la felicidad del género humano exige imperativamente que permanezca en el seno de la Iglesia liberal, fuera de la cual no hay salvación posible.
De esa manera, los dueños del dinero pueden llenar los medios de comunicación que han comprado con personas inteligentes, hábiles y sinceras, condicionadas personalmente en la transposición de las leyes de hierro del capitalismo en condiciones permisivas y en postulados indiscutibles de lo que ellos llaman la ”modernidad”, o si se prefiere, la ”democracia de mercado”.
Pero las mismas conclusiones que sirven para los medios de comunicación valen para sectores enteros de la estructura social. El microcosmos, periodístico es, en ese sentido, un espacio privilegiado para la observación in vivo de lo que pasa en el terreno de la producción y difusión de bienes simbólicos, con una composición profesional que pertenece de manera mayoritaria a las clases medias (profesiones intelectuales de la enseñanza, de la información, del trabajo social, especialistas en asesoramiento y contratación, en promoción y representación, etcétera).
Han sido las clases medias – en particular la nueva pequeña burguesía, pero no sólo ella– quienes han nutrido este sistema, implicándose a fondo, con dosis de humanidad, de inteligencia, de imaginación, de tolerancia, de psicología positiva, en resumen, el suplemento de espíritu que se necesitaba, para, pasar de la explotación bárbara del trabajo asalariado (que se sufría todavía antes de la segunda guerra mundial) a formas aparentemente más civilizadas, compatibles con el avance de las aspiraciones democráticas.
En este sentido, se podría decir que la modernización del capitalismo ha consistido en desarrollar métodos de ”gestión de recursos humanos” y de ”comunicación”, con el fin de disfrazar con eufemismos las exacciones patronales y de implicar más psicológicamente a los asalariados en su propia explotación. Evidentemente, esa colaboración conlleva algunas gratificaciones materiales y morales: la primera, asegurar la subsistencia de los interesados, y la segunda, dotarles del sentimiento de tener una cierta importancia y una cierta utilidad para con sus semejantes. Y eso no es moco de pavo.
Sucede sin embargo, por una de esas añagazas objetivas que abundan en la historia, que su trabajo beneficia todavía más al sistema y a los vasallajes que le refuerzan, y que, creyendo servir a Dios, sirven también (y a veces sobre todo) a Mammón. Pero lo hacen sub specie boni, con buena conciencia, porque todo aquello que podría darles mala conciencia es autocensurado o transfigurado automáticamente. Tienen, como diría Pascal, ”una voluntad de creer más firerte que sus razones para dudar ”.
Debido probablemente a que los periodistas dominan profesionalmente las tecnologías de hacer ver y hacer saber, la observación de su medio permite observar mejor que en otras categorías de clases medias, la impostura objetiva de estas últimas, que consiste en no ser y no hacer nunca por completo lo que ellas mismas creen que son y que hacen, lo que se traduce en una puesta en escena constante de sí mismos destinada a darse a sí mismos, al dársela a los otros, la imagen que contribuye a acentuar más su importancia.
Aunque es verdad que ningún juego social podría desarrollarse si sus actores no lo aceptasen (poco o mucho), ”inventarse historias”, engañarse a sí mismos y a los otros, hay que admitir que las clases medias están particularmente inclinadas a ” hacer teatro” o ”cine”. Esa propensión excesivamente narcisista a la teatralización de su existencia está ligada a la pertenencia a un espacio social intermedio, entre los dos polos, el dominante y el dominado, de la dinámica social. Todos los rasgos característicos de la pequeña burguesía tienden fundamentalmente a esa posición en falso entre lo demasiado poco y el exceso, entre el ser y el no ser, en un mundo en donde el valor socialmente reconocido ha pasado a ser directamente proporcional al grado de acumulación de capital en general, y de lo económico en particular. ”Los más desvalidos”, como se dice púdicamente, tienen demasiado poco para poder preocuparse incluso de valorar lo que son. Los más privilegiados tienen demasiado para tener necesidad de afirmarse haciendo teatro. Es en las clases medias, más que en las otras, donde ser socialmente es, esencialmente, ser percibido.
Pero el resultado de toda esa búsqueda permanente de reafirmación es raramente satisfactoria por completo. Los pequeños burgueses (sumadas todas las categorías), dada su posición intermedia, son generalmente más sensibles respecto a las posiciones superiores que a las ventajas intrínsecas de la posición ocupada. Como ya señalaba Stendhal, ”la gran cuestión es ascender a la clase superior a la propia, y todo el esfuerzo de esa clase es impediros subir ”.
De ahí nace una fuente de frustración social y de resentimiento, una especie de foco de patológico del reconocimiento social, que da origen en numerosos casos a ese sufrimiento existencial que se podría condensar bajo el apelativo del síndrome de Emma Bovary y de Julien Sorel. Sufrimiento tanto más difícil de reducir en cuanto que está estructuralmente programado y por ello es refractario a cualquier terapia médica. Una investigación sobre el periodismo de base proporciona elocuentes ilustraciones sobre esa relación ambigua de su posición, a la vez encantada y exasperada, enamorada y despechada, satisfecha y dolorosa, de dominantes-dominados en el juego social [salvando todas las excepciones que se quiera].
Se puede pensar que la única forma de intentar remediarlo consistiría en comprometerse resueltamente, activamente, con la participación en una acción colectiva, de naturaleza política y social, con el fin de romper con la lógica del sistema. Empresa difícil, porque no se puede llevar a cabo sin cuestionar el imaginario social de la situación, es decir, todo lo que se ha interiorizado personalmente en lo más profundo, todos los elementos hechos vísceras, todas las adherencias carnales por las que los individuos ”se encarnan” en un sistema que les ha engendrado y condicionado a hacer espontáneamente, de buena gana y a veces felizmente, lo que se espera de ellos, por ejemplo enfrentarse de manera despiadada los unos contra los otros en una competencia implacable por apuestas artificiales e insignificantes, cuya persecución y conquista no prueban finalmente nada, salvo precisamente que se está muy bien condicionado.
Hasta ahora los miembros de las clases medias, como están condicionados, no sólo por los medios de comunicación, sino por toda su socialización, se han orientado (en su gran mayoría con perseverancia) a cultivar su sueño de ascenso social y sus esperanzas de triunfo personal en el interior de un universo sobre el que, a pesar de todo, son muchos los que denuncian las carencias, las contradicciones y las iniquidades. Pero esas opiniones críticas, como quedan atrincheradas en el único registro de lo político (politiquero), y en el voto al que pueda asociarse (incluso en ocasiones de izquierda), lejos de poner la lógica dominante en peligro, tienen como efecto optimizar el funcionamiento de un sistema que no sólo puede reproducirse en lo esencial, sino que puede además glorificarse por desarrollar, a través de los medios de comunicación, un verborreico debate público en el que casi nunca se pone de manifiesto lo esencial.
Alain Accardo
Profesor de sociología, coautor de Journalistes précaires, Le Mascaret, 1998
Artículo publicado en Le Monde Diplomatique, julio 2000
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