- La Alienación Política

Hace alrededor de cuarenta años, uno de los más destacados pensadores políticos del último medio siglo, Robert A. Dahl, especulaba sobre el porvenir de la oposición en las democracias y, en particular, acerca de los rumbos que podría adoptar una ciudadanía políticamente alienada. Con esta palabra, Dahl describía la actitud de un ciudadano "alienado en relación con su sistema político en la medida en que tenga al respecto sentimientos y apreciaciones desfavorables". Esta definición abría camino a una reflexión seductora acerca de los vínculos posibles entre la alienación política, los factores sociales y psicológicos y su posible impacto en el futuro.

Debemos reconocer que, cuatro décadas más tarde, el problema sigue perturbando a las democracias maduras y emergentes, tal vez porque jamás alcanzará una solución definitiva. La democracia nunca será enteramente satisfactoria. No es una promesa que convoca a la molicie pública, como los autoritarismos, sino al debate y a la confrontación o, en el mejor de los casos, al diálogo entre ciudadanos responsables. Por donde se la mire, esta última conducta es la gran ausente en nuestra política. Lo que sigue imperando entre nosotros es la confrontación.

Basta con echar un vistazo a dos procesos electorales -uno ya concluido, en España, y el otro en pleno desarrollo, en los Estados Unidos- para percatarse de este déficit de apertura hacia el contrario y de la intolerancia que aún impregna la cosa pública. En rigor, nuestra democracia es un régimen de monólogos superpuestos: los líderes hablan a su propia audiencia y rehuyen el encuentro en lugares comunes donde cruzar puntos de vista divergentes.

Las lecciones que se desprenden de los comicios en España, cuyos resultados consagraron nuevamente hace pocos días al socialista Rodríguez Zapatero en la presidencia del gobierno, son ilustrativas al respecto. Adviértase que se trató de una elección ruda, en la cual los proyectos de tinte conservador de la oposición de derecha, en cuanto al uso del pasado, al trato del separatismo o a las políticas familiares y de género, chocaron con los que, en su defensa y ataque, esgrimía el gobierno en funciones. Para algunas voces agoreras, esta manera de llevar a cabo una campaña entrañaba el peligro de resucitar la antigua fractura entre las "dos Españas" de los tiempos de la República, la guerra civil y el franquismo.

Nada de ello ocurrió, felizmente, acaso porque los dos bloques en que se había dividido el electorado (juntos reúnen más del 80% de los sufragios) convirtieron la confrontación en diálogo en momentos cruciales de la campaña. Los dos candidatos, Zapatero y Rajoy, asumieron la responsabilidad y afrontaron debates civilizados ante las cámaras de televisión. Al igual que los ministros, o los candidatos a ese cargo, se vieron forzados a utilizar argumentos y a presentarlos de la mejor manera a la opinión pública.

Si de democracia deliberativa se trata, bueno es recordar que, en su mínima expresión, ésta no se entiende sin la exposición racional de argumentos y, sobre todo, sin su réplica y refutación. No es cuestión, pues, de pregonar consensos livianos para sostener las democracias, sino de aceptar la realidad de fuertes disensos morigerados por liderazgos sujetos a debates racionales.

Un océano de distancia nos separa en la Argentina de este escenario, tanto en las relaciones del Gobierno con la oposición, donde no hay lugar de encuentro ni debates entre candidatos, cuanto con respecto a la vida interna de los partidos. La lección que ofrece la campaña electoral en los Estados Unidos es precisamente ésta. Es probable que en los próximos meses aumenten en tierra norteamericana -y, por carácter transitivo, en el mundo- las incógnitas que planean sobre su economía. Ello no es ni será obstáculo para que prosiga durante este año una competencia abierta y deliberativa, que comienza en el seno de los partidos.

En este sentido, los Estados Unidos son una fábrica de liderazgos que consagra y excluye. Si bien este proceso ha concluido en el Partido Republicano, la carrera cabeza a cabeza entre Barack Obama y Hillary Clinton en el Partido Demócrata es una muestra de cómo encauzar un cambio de proporciones: al término de la contienda, los demócratas tendrán como candidato a un hombre de origen africano o a una mujer. Imposible imaginar esta hipótesis hace pocos años.

Esta compleja transición no sería posible sin la articulación de debates entre los candidatos. De esta manera, más allá de los miserables propósitos de las llamadas "campañas negativas" (denostar con cualquier munición al adversario), llega un momento en que los candidatos se ven cara a cara, exponen, argumentan y replican. Esto, que en aquella sociedad resulta natural, en la Argentina es una rareza ignorada y, en muchos casos, despreciada.

Tal vez estos modos de actuar se deban al hecho de que no se ha incorporado a nuestro repertorio de convicciones el concepto expuesto por Felipe González de que, en última instancia, "la democracia es la aceptación de la derrota". De una aceptación, añadiríamos, que se expresa en diferentes niveles, de abajo hacia arriba, de los comicios partidarios a las elecciones nacionales. En ellos, la fuga para hacer rancho aparte debería ser excepcional. Convengamos en que esta clase de maniobras se ha convertido aquí en costumbre nacional, ya sea para pegarse como apósitos a otros partidos o para seguir medrando gracias a las facilidades monetarias que ofrecen las leyes y estatutos electorales.

La alienación política que evocábamos más arriba es tributaria, entre nosotros, de esos rasgos que presentamos como contracara de lo que acontece en otras democracias. Los sentimientos y las apreciaciones desfavorables hacia la política en general, el pronunciado desencanto de la juventud con la dimensión cívica de la vida y el encuadramiento corporativo de la protesta y las rebeliones sociales, todos ellos son signos de que la política, que a todos debería concernir, es cosa ajena y distante.

La política viene a ser, entonces, una tarea propia de la hegemonía del Poder Ejecutivo, a la cual responden la indiferencia o los estallidos de la protesta. La combinación entre los extremos de la apatía y las movilizaciones no debe extrañarnos. En ausencia de una cosa pública y común, predominan un conjunto de intereses sectoriales que comparten un mismo método de acción. Pese a las enormes diferencias que los separan, los grupos afectados salen a tomar la calle, los puentes y las carreteras.

Lo grave de estas situaciones es que hemos llegado al extremo de establecer una jerarquía de valoraciones, como si hubiera piquetes buenos y malos, necesarios e innecesarios. En realidad, en una república las valoraciones que importan son las vinculadas con la calidad de la representación política en un marco competitivo, con plena actividad del parlamento. Mientras esa herida no se suture habrá, quizá, militantes identificaciones sectoriales o segmentos dóciles a los dictados de un gobierno concentrado en la posición dominante del Poder Ejecutivo y la formidable maquinaria que lo respalda.

No será sencilla la rehabilitación de la política, en especial cuando no se atisban síntomas de una voluntad compartida para superar la producción ininterrumpida de monólogos.

Natalio R. Botana

LA NACION

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Nicolás Maquiavelo:

Pocos ven lo que somos, pero todos ven lo que aparentamos. En general los hombres juzgan más por los ojos que por la inteligencia, pues todos pueden ver pero pocos comprenden lo que ven.

1948 - George Orwell


Se trata de esto: el Partido quiere tener el poder por amor al poder mismo. No nos interesa el bienestar de los demás; sólo nos interesa el poder. No la riqueza ni el lujo, ni la longevidad ni la felicidad; sólo el poder, el poder puro. Ahora comprenderás lo que significa el poder puro. Somos diferentes de todas las oligarquías del pasado porque sabemos lo que estamos haciendo.

Todos los demás, incluso los que se parecían a nosotros, eran cobardes o hipócritas. Los nazis alemanes y los comunistas rusos se acercaban mucho a nosotros por sus métodos, pero nunca tuvieron el valor de reconocer sus propios motivos. Pretendían, y quizá lo creían sinceramente, que se habían apoderado de los mandos contra su voluntad y para un tiempo limitado y que a la vuelta de la esquina, como quien dice, había un paraíso donde todos los seres humanos serían libres e iguales.

Nosotros no somos así. Sabemos que nadie se apodera del mando con la intención de dejarlo. El poder no es un medio, sino un fin en sí mismo. No se establece una dictadura para salvaguardar una revolución; se hace la revolución para establecer una dictadura. El objeto de la persecución no es más que la persecución misma. La tortura sólo tiene como finalidad la misma tortura. Y el objeto del poder no es más que el poder. ¿Empiezas a entenderme?