El otro día llegó el momento. Ocurrió porque era lo que tenía que ocurrir, porque los secretos siempre pugnan por salir a la superficie. Ocurre con ellos como con los cadáveres de los ahogados, que primero flotan por algunas horas; luego se van al fondo, una astucia con la que pretenden engañar a los vivos; pero la putrefacción, que sigue su curso, les hace hincharse, así que terminan por ocupar más volumen del que les corresponde y flotan, sí, flotan, acaban saliendo a la superficie, a la luz. Vuelven para atormentar a los vivos, porque son espíritus que no tienen paz, que han muerto, por poco o por mucho, antes de lo que les correspondía.
Con los secretos pasa eso mismo. No están hechos para permanecer encerrados mucho tiempo y si se les obliga, se rebelan, protestan, importunan, molestan al que los guarda y no le dejan dormir, no le dejan vivir. Se vuelven cada vez más y más pesados. Si alguien guarda un secreto ajeno es facilísimo hacérselo confesar: basta con convencerle de que fue obligado injustamente a guardarlo, que se está abusando de él, que se le pide demasiado, que se le obliga a cargar sobre sus espaldas con un peso que quizá no sea insoportable, pero que ha durado ya demasiado tiempo. Los secretos son gases embotellados a presión. Dadles una oportunidad: se escaparán. Usad un recipiente inadecuado, o golpeadlo más allá de cierto límite: estallará.
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